Para mí, la arquitectura debe estar construida con luz, con aire y con pasión. Y todo lo que ello implica. Grandes ventanales y espacios diáfanos, versátiles, inundados de felicidad.
Por su parte, las ciudades deben ser proyectadas con un único concepto: el respeto. Y todo lo que ello conlleva: tolerancia, solidaridad, igualdad de oportunidades, empatía, sensibilidad, cuidado del medio ambiente, unidad, civismo y sobre todo, amor por el prójimo. No pretendo ponerme moralista, ni muchísimo menos, pero es hora de decir en voz alta que no podemos reducir el diseño de las ciudades del futuro pensando solo en una minoría: los “ricos”. Habitamos espacios heterogéneos y por ello pensar en la pluralidad social es un deber. Tanto individualmente (la diversidad multiétnica de personas que nos rodea) como globalmente (ciudades muy diferentes a las nuestras pero no por ello menos importantes).Espacios urbanos o rurales que no habitan los expertos del primer mundo que planifican el futuro de las metrópolis. Esos que hablan de “sostenibilidad”, un cajón de sastre donde cabe de todo, aunque quizás se quede fuera lo más importante: la vida de millones de personas. Y probablemente nunca las habitarán ni ellos ni sus descendientes. Porque son ciudades que en el papel no figuran, no existen.
Son “las ciudades invisibles” que aceptan con resignación su derrota frente a “las ciudades de papel”. Justo esas que protagonizan el target de los creadores de la “New European Bauhaus”, una iniciativa europea loable pero que nace ya con grandes carencias. En su web afirman que pretenden “Impulsar la dimensión arquitectónica y su valor en la mejora de la calidad de vida de pueblos y ciudades. Un llamamiento a pensar cómo deben ser los espacios en los que se desarrolla nuestra vida atendiendo a la cultura de cada lugar y reforzando los vínculos que unen a los distintos países europeos.” Ahí es nada. ¿Pero qué pasa con el resto del mundo? ¿Ser europeo no resulta ser demasiado egoísta?
Las capitales del primer mundo afrontan en la actualidad grandes retos en materia de movilidad sostenible, eficiencia energética, viviendas en alquiler para jóvenes y personas de menores recursos, etc. Y todo eso está muy bien, pero yo siento que el corazón de esas ciudades está muerto. El tsunami de turistas que inunda las grandes urbes (Madrid, Barcelona, Paris, Roma, Londres, Lisboa, Berlin, etc) contrasta con el sentimiento de los edificios. Desgraciadamente los bloques de viviendas no hablan, pero yo sé que la mayoría de ellos se siente solo en medio de esa multitud. Os invito a leer “Airbnb. La ciudad uberizada”, un libro del polifacético Ian Brossat (concejal parisino del partido comunista y jefe de campaña de Fabien Roussel en las elecciones de 2022). En él se muestra en contra de la destrucción de Paris por parte de este tipo de “plataformas colaborativas” que destruyen sin piedad la esencia de los barrios más populares, transformándolos en decorados de cartón piedra al estilo “tinglado decorado” según enunció Robert Venturi. Sí, porque en esta frenética carrera del consumismo desaforado en la que nos encontramos inmersos las grandes franquicias y el e-commerce nos invitan a gastar el dinero compulsivamente. Adquirir bienes y servicios que no necesitamos se ha convertido en la base de la economía mundial. Y para detener esta hemorragia consumista que aniquila el planeta solo hay un arma: el decrecimiento. En mi próximo post trataré este tema. Hoy quiero centrarme en la necesidad de pensar en todas las personas, no solo en un elenco.
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Es sábado, 24 de junio de 2023. Por motivos personales me encuentro en Madrid, bajo un sol despiadado que conozco a la perfección. Ayer desafié el asfixiante calor para disfrutar de una ciudad abierta a una semana de celebrar la fiesta del orgullo gay, un referente a nivel mundial. Muy cerca de Sol me cruzo con la irreverente Samanta Hudson y poco después, en la calle Huertas, me giro para ver pasar a Francisco Polo paseando abrazado junto a su marido. Siento que España ha avanzado mucho en tolerancia, aunque aún queda mucho por recorrer. También con la migración.
Al día siguiente, con el frescor de la mañana y sobre todo del aire acondicionado, adquiero el periódico con mi tarjeta azul ultramar de suscriptor de “El País” en una tienda de la T1 del aeropuerto. Hoy el suplemento dominical incluye un especial sobre las “ciudades”, tal y como sucede desde hace varios años a finales del mes de mayo. Al adentrarme en sus páginas descubro interesantes datos y valiosas opiniones de expertos en urbanismo que pretenden arrojar luz sobre cómo deben ser las ciudades del futuro. Un camino que han abierto en el presente Pontevedra, Caritiba (Brasil) o Berlín, entre otras. Experiencias exitosas en materia de sostenibilidad, accesibilidad o vivienda que miméticamente se extrapolan como fórmula del éxito a otros lugares sin tener en cuenta la ubicación geográfica, la dimensión, clima, cultura o situación política. Basta con cerrar los ojos y ponernos en la piel de otras personas. Se me ocurren muchos ejemplos. En Kiev las personas no están preocupadas por el cambio climático, sino por su propia vida. Por la incertidumbre que supone no saber si mañana su hogar estará en pie. Millones de personas en el mundo no desean mejorar la accesibilidad de sus ciudades, reducir las emisiones de CO2 o disponer una vivienda a un precio asequible. Sin duda son circunstancias extremadamente trascendentes, pero que como todo en este mundo pasan a un segundo plano cuando lo que está en juego es tu supervivencia. Simplemente por tus ideas, condición sexual o ser mujer.
No demasiado lejos de allí, los palestinos ven pisoteados sistemáticamente sus derechos por Israel (ahora envuelta en una grave crisis interna). Pero también los miles de migrantes que arriesgan su vida cruzando el Mediterráneo para huir del infierno, las mujeres que viven con miedo por culpa de los talibanes que dirigen Afganistán hacia el abismo, los miles de refugiados que habitan campos de refugiados efímeros mutados en estancia de larga duración, miles de personas que habitan en India slums sin agua ni saneamiento, las decenas de mujeres secuestradas, violadas y torturadas en el Congo, los cientos de sudaneses que aguardan en Casablanca un salto a la valla de Melilla que les acerque a su sueño de una vida digna en Europa, la población autóctona de Puerto Príncipe que ve cómo Haití es el caos en estado puro y pasear por la calle es un deporte de riesgo extremo o las miles de personas que en España o en cualquier otro país trabajan explotadas por un insultante sueldo que apenas les permite subsistir son solo algunos ejemplos de que las ciudades del presente no miran al futuro en igualdad de condiciones. Y eso es algo que como sociedad no podemos permitirnos. ¿Se puede hacer algo? Sí, si hay interés real. Pero en la práctica resulta extremadamente difícil por los innumerables intereses ocultos que la alfombra de la política exterior esconde, y que en muchos casos se encuentra además impregnada de un oscuro líquido llamado corrupción. Precisamente por eso personas como Julian Assange (fundador de WikiLeaks) resultan especialmente incómodos para muchos gobiernos y su destino previsible es ser aplastado como un molesto mosquito de verano. Los que ostentan el poder no desean que se conozcan las verdades que envuelven nuestro aparente estado de bienestar y lo señalan como enemigo de la seguridad nacional, aunque esa afirmación posea unos matices muy discutibles.
Tras mi breve reflexión, continúo con la lectura de la revista dominical. Datos, datos, datos… El ser humano tiende a medir, comparar y poner límites en su propósito universal de comprender el mundo. Aunque hay cosas que n o se pueden “medir”, y considero que en los pronósticos de todos los expertos en urbanismo falta corazón. Y sobre todo, leer entre líneas la realidad que nos rodea. Basta con entrelazar las noticias que aparecen en el periódico de este primer domingo de verano. Sí, porque en lugar de leer los artículos como islas independientes os recomiendo unirlos para conformar un archipiélago y descubrir que aquello que las separa es en realidad la verdad que las une.
Y de este modo conformar un collar de perlas cogiendo cada artículo como si fueran cuentas que introduzco en un delicado cordel. El hilo conductor que guía la vida de millones de personas en el mundo y que podríamos llamar “realidad subyacente”. Se trata, en definitiva, de la historia personal de cada una de esas personas anónimas que forman parte de ese complejo puzle llamado “realidad” y que dan sentido a las ciudades que habitamos.
Sin ánimo de resultar pesimista, considero que la sociedad actual es envidiosa, clasista y tremendamente egoísta. Una distorsión extrema del principio de supervivencia innato en el ser humano que con el paso de los siglos ha derivado en un monstruo de compleja dominación. Ciudadanos de primera categoría, de segunda y de tercera. Como los habitantes de las banlieu (periferia/suburbios) que nunca se sentirán “franceses”, y que recientemente han estado en pie de guerra tras el incendiario video filtrado en redes donde se inmortaliza el homicidio del joven Nael (17 años) en un suburbio parisino a causa del disparo de un policía francés.
Las ciudades de Europa y Estados Unidos garantizan a priori el estado de bienestar. Y por ello, taponan con dinero cualquier agujero que comprometa la estanqueidad del preciado depósito donde vivimos. Los dirigentes no están dispuestos a perder ni un solo centímetro cúbico que haga descender el status imperante, y los migrantes son considerados por algunos como pequeñas perforaciones que ponen en peligro su calidad de vida. Por eso es importante que levantemos la mirada de nuestro smartphone y olvidemos el mundo idílico de Tik-Tok que no existe.
En definitiva, antes de hablar del modelo de ciudad debemos hablar de personas. De los ciudadanos. Y de sus circunstancias. Imposible atenderlas todas, pero sí cuestionar el orden establecido. Reflexionar como parte del crecimiento individual y colectivo. Impactar en la vida real, en esas “ciudades invisibles” que parecen olvidadas. En caso contrario, las “ciudades de papel” se transformarán en “ciudades de cristal”. Frágiles, sin conexión con la realidad y vulnerables ante cualquier imprevisto exterior.
Proponer está muy bien, pero debe hacerse desde un prisma más abierto, más integrador. Corrigiendo la asimetría existente. Dando respuesta a problemas vitales pendientes de resolver para millones de personas. Es hora de romper los límites establecidos de pensamiento y señalar los males endémicos que impiden avanzar a la sociedad en su conjunto. Las ciudades deben ser garantizar la libertad, el respeto y la igualdad de derechos y obligaciones (no solo derechos).
Admiro las propuestas del urbanista canadiense Charles Montgomery (Happy Cities) para lograr ciudades felices. Sin duda, trabaja en la dirección adecuada, aunque muchos de sus planteamientos sean matizables o necesiten desarrollarse. Según él, vivir juntos (ciudades compactas) nos acerca, nos une y nos hace sentir mejor. Aunque la cercanía no siempre garantiza el contacto y la inclusión, como sucede en un matrimonio sin amor. La felicidad es un ideal de difícil cuantificación y consecución, muy subjetiva y efímera. Y sobre todo, depende más de factores humanos que espaciales o materiales.
Repensar el espacio público, aislar el vehículo privado, hacer los edificios más eficientes, reducir el ruido y garantizar transporte público sostenible nos pueden parecer grandes iniciativas, pero mientras existan millones de personas en el mundo sin acceso a comida y agua, sin posibilidad de dormir en una vivienda digna, sin poder salir a la calle con libertad o sin acceso a la sanidad, no podemos conformarnos. Es muy fácil girar la cabeza hacia otro lado, decir: “con tal de que no me toque a mí…”, pero todos podemos hacer más. Yo el primero. Ciudades sí, en simbiosis con la naturaleza. Pero inclusivas: para todas todas todas las personas. Y si un país en concreto no garantiza los derechos fundamentales de sus habitantes la comunidad internacional debería actuar.
Si reservas un idílico crucero por el Mediterráneo, recuerda que alrededor tuyo cientos de personas están arriesgando su vida por llegar a la tierra desde la que tú partiste. Un lugar muy diferente al suyo. Sí, se arrojan al mar arropados por la esperanza. Porque una acción tan desesperada solo puede comprenderse cuando lo que dejan atrás es lo más parecido al infierno.
Gracias por leerme.