La vida cambia y las personas también. Precisamente porque estamos vivos. ¿Y qué importa más? ¿La permanencia o el cambio? Sin duda, la segunda, básicamente porque la primera no existe. Y por ello, los espacios deben ser versátiles, capaces de asumir el inevitable cambio del mundo y todo lo que conlleva. También del coronavirus. Que sí, también pasará.
Los momentos difíciles son precisamente la base para el progreso, porque cuando todo va bien, las cosas fluyen y nadie se preocupa por cambiar nada. Ahora es el momento. Para avanzar, para seguir luchando por lo que uno desea. La esperanza está implantada en nuestro chip, y gracias a ella vemos siempre luz al final del túnel. También en el mundo de la arquitectura.
2020 enfila su recta final. Un año que no hace ni muchísimo menos honor a su número tan “redondo”. La mayoría de nosotros estamos deseando que expire cuanto antes. Aunque el hecho de cambiar de año no solucionará nada. A priori, por sí mismo. Como antes mencionaba, nuestro deseo de dejar atrás el pasado se basa en la esperanza en un futuro mejor. Un futuro que se construye en el presente, y precisamente hoy somos más conscientes que nunca que el presente que odiamos en realidad fue construido en el pasado por nosotros mismos. De una forma u otra. Aunque eso ya no importa: se trata de mirar hacia delante.
La pandemia ha marcado un inesperado y cruel hito en la historia de la humanidad. Sobre todo en las ciudades, donde se concentra la mayor parte de la población. Asistimos a un cambio en los hábitos de sus ciudadanos, que en gran medida han visto alteradas sus rutinas, se han visto incluso confinados y el poso tras el paso del huracán se llama teletrabajo. Aunque esta nueva palabra haya enraizado de forma vigorosa en nuestra sociedad, no todas las actividades pueden desarrollarse en este formato.
El trato con el cliente en comercios, en la hostelería, la producción en fábricas, la ejecución de obras de toda índole, etc engloban una gran parte del tejido productivo que deberá mantener inamovible su puesto de trabajo. Porque hay cosas con las que el desarrollo nunca podrá: como con los libros de toda la vida y el olor de la tinta en las páginas del periódico impreso. No debemos olvidarlo: el pasado siempre tuvo mucho más romanticismo, y no hay más que observar las películas actuales para ver cómo rescatan todos esos pequeños placeres de las cosas hechas a la antigua usanza; incluyendo las cartas escritas a mano (algo que por cierto, yo todavía adoro hacer y hago).
Como consecuencia de esta acción se ha producido una reacción (la vida es física pura): las oficinas se desertizan y surge la necesidad de trabajar desde un entorno privado. En este punto encontramos una disyuntiva: personas que pueden hacerlo perfectamente desde casa (porque sus condiciones familiares y espaciales se lo permiten) y aquellas que sin embargo deben alquilar un “habitáculo” privado o público donde poder desarrollar la actividad.
Por ejemplo, la terraza de una cafetería (siempre que la meteorología lo permita). O incluso salas privadas que algunos propios restaurantes poseen. Por no hablar de las habitaciones de cualquier hotel (hoy tristemente vacías por las restricciones de movilidad y por el miedo al contagio del COVID-19) . Sin duda, un lugar perfecto para ese tipo de tele-trabajadores, siempre que la economía lo permita. Una experiencia que puede convertirse en idílica al desarrollarla en algunos hoteles con vistas al mar donde también se puede trabajar (por ejemplo el Hotel Eurostar La Toxa, en Pontevedra). O al menos, intentarlo (sonrisa).
Sin embargo, considero que siempre habrá una tendencia hacia los espacios colectivos. Recordemos nuestro inherente gen de la sociabilidad, y la necesidad no solo del otro, sino de la sensación de pertenencia al “grupo”. Las personas son como dos gotas de mercurio: no pueden estar separadas. En mi caso es algo a lo que soy inmune, la verdad, pero soy consciente que soy un rara avis en ese sentido, y que si toda la población fuera como yo, todos los gimnasios, clubes de todo tipo o campos de fútbol habrían tenido que cerrar. Afortunadamente, no es así.
Sin embargo ( y esto sí es real) en 2020, muchos comercios se están viendo abocados al cierre. Algo que genera una multitud de locales vacíos que empobrecen la materia con la que se construyen las ciudades: la vida. No hay que leer la sección de economía en cualquier de periódico (de papel, por supuesto y por favor) para ver diariamente cómo las empresas tradicionales reducen sus ingresos mientras el comercio electrónico no para de crecer. Porque lo queramos o no, los hábitos de consumo han cambiado. El pequeño comercio de barrio cierra ante la feroz competencia de los gigantes y sobre todo, del e-commerce. Como en un columpio, las fuerzas se equilibran: uno asciende y el otro desciende.
En este sentido surge una nueva demanda: cambiar el uso comercial de esos bajos clausurados y abocados al ostracismo, en viviendas a nivel de calle. Sin duda, una gran iniciativa que en muchos casos choca frontalmente con la normativa urbanística vigente en la mayoría de los municipios. Como siempre, las necesidades surgen antes que la solución a esas demandas. Pero los ayuntamientos tienen una oportunidad de oro para mover ficha y adaptarse a una realidad que ha llegado para quedarse. Estudiando cada zona y cada caso en particular, porque la salubridad de las viviendas y en general de todos los espacios públicos y privados se ha tornado una prioridad absoluta. En este sentido, la ventilación natural, las energías renovables, el aislamiento térmico global y los materiales ecológicos y saludables deben ser los protagonistas de la nueva era. Con revestimientos de fácil limpieza y que garanticen al máximo la seguridad de sus usuarios frente a posibles contagios.
El coronavirus ha producido también cambios en la movilidad. Alguno bueno, como el enorme incremento en la venta de bicicletas para los desplazamientos hasta el lugar de estudio y trabajo. Aunque también se ha producido en este campo otro cambio poco deseable: la drástica reducción del uso del transporte público frente al coche para evitar contactos con desconocidos que pudieran ser portadores del virus. Y esto es algo que no nos podemos permitir como sociedad.
Con todos estos ingredientes los arquitectos debemos pararnos más que nunca a repensar la ciudad. Esos lugares donde el ser humano tiende a agruparse en la búsqueda de un mayor nivel de vida, aunque no siempre sea así. Pero es necesario reflexionar a distintas escalas, desde lo grande hasta lo más pequeño. Tal y como engloba el título del blog de Anatxu Zabalbeascoa “Del tirador a la ciudad”. Porque los detalles de los espacios individuales son también muy importantes, y es necesario crear escenarios de relación entre semejantes. Siempre que sea posible. O a pesar de ello.
El ocio como lo hemos conocido hasta ahora está en crisis. Sobre todo después de haber soportado un confinamientos estricto en nuestras viviendas. Quizás la apuesta del futuro sean los escenarios intermedios. Lugares de encuentro en comunidades de vecinos, residencias o similares donde no haya cabida para las mascarillas, el gel hidroalcohólico o las restricciones de ocupación. Espacios para el ocio, la creación o el autoabastecimiento. Semi-privados vinculados a un grupo concreto de población, sin generar discriminación. Porque el ser humano es un ser sociable. Yo desde luego apuesto por este modelo, una especie de ocio semi-privado, al estilo europeo. Edificios de viviendas al estilo de las “Unité d´habitatión” de Le Corbusier. Pero actualizados. Y sin los graves problemas convivencia que narra el doctor Laing en “Rascacielos”, el súper-recomendable libro de J.G. Gallard.
En conclusión, todos los cambios son oportunidades; se trata de saber observar y valorar lo bueno que albergan. Porque todos tienen dos caras: una positiva y una negativa. La apuesta firme (no el postureo) por el consumo de proximidad, el autoabastecimiento, el uso de energías renovables, la reducción de la contaminación y el consumo responsable son fundamentales para cuidar el lugar en el que vivimos. Estamos de paso, todo cambia, pero dejar el mundo mejor que nos lo encontramos está en nuestra mano. Como publicó en Septiembre de 2019 en El País mi gran admirada Anatxu Zabalbeascoa (que tiene pendiente visitar mi casa, a la que invité en persona): “El mejor lugar es siempre un momento”. Yo lo corroboro, precisamente en mi casa: donde casi cada instante del día, en cada estación, provoca un juego de luces y sombras que se enfatizan con las infinitas e imposible perspectivas que yo un día imaginé, y que hoy son una increíble y mágica realidad.
Existen dificultades, por supuesto; sobre todo en esta era de pandemia que nos está tocando vivir. La unión y la solidaridad humana serán fundamentales para construir espacios de calidad, sostenibles, ecológicos y bondadosos con las personas. Abiertos (en todos los sentidos) y de calidad. Y esto es algo que se construye entre tod@s. Estoy totalmente convencido de que muy pronto llegará una vacuna para la COVID-19. Sin embargo, veo muchísimo más complicado un remedio contra la envidia, el egoísmo individual y la falta de humanidad. En España, al menos, queda mucho por hacer.