casa 33

el proyecto de toda una vida…

Ayer me desperté con los primeros rayos de sol. Unos suaves pero intensos destellos que inauguraban el día en su recién estrenado horario de verano.

Disfrutar del amanecer cada día es tener la gran suerte de poder ver y saber valorar un espectáculo natural inigualable.

Y al finalizar mi jornada laboral, disfruté de un precioso y único atardecer desde mi solárium, maridado con risas, abrazos y dos copas de vino blanco semidulce.

(…)

La aceleración a la que se ha visto sometido nuestro ritmo de vida en los últimos años ha supuesto cambios muy importantes que afectan a la configuración de los muy diferentes “espacios” que engloba la arquitectura. En este vertiginoso contexto, surgen neófitos términos para definir realidades inexistentes en el pasado, o cuya incidencia en nuestra percepción era tan baja que resultaban despreciables para nuestro lenguaje. Entre muchas otras, recientemente ha surgido una palabra cuya sola génesis da una idea de su potencial destructor: me refiero a “ecocidio”.

Bajo esta definición se pretende criminalizar aquellas acciones que supongan la destrucción de los ecosistemas y en definitiva, los ataques irreversibles contra el medio ambiente. Tanto accidentales como deliberados. Véase el caso del vertedero de Zaldibar. Un espectro que abarca desde explotación ilegal de los recursos naturales, vertido descontrolado de residuos o la apropiación de espacios verdes con fines especulativos.

Expertos internacionales trabajan en un texto que sirva como marco normativo general y que sirva como referente para todos los países firmantes del Estatuto de Roma,el documento que recoge los delitos perseguidos por la Corte Penal Internacional (CPI). Sin duda, un tema muy delicado donde existen demasiados intereses cruzados. Al igual que sucedió en su momento con los supuestos a incluir dentro del delito de “genocidio”.

El ser humano debe ser el principal beneficiado de la protección del entorno natural, pero es a la vez el potencial infractor número uno para cometer este recién nacido delito. Por ello, para protegernos del ecocidio, en la definición de las vulneraciones debe primar el interés general del planeta por encima de cualquier otro, tal y como ya hemos visto en las grandes cumbres de Paris o Kyoto. Evidentemente, la casuística es tan grande que no va a ser fácil establecer una regulación aceptada a nivel internacional. Y no debemos olvidar que todos nosotros (incluidos tú y yo), contribuimos diariamente en mayor o menor medida con este nuevo delito tan dañino para nuestra propia vida. En cualquier caso, reconocer un problema, ponerle nombre y tratar de contener sus consecuencias es un gran avance para generar un imprescindible punto de inflexión en la curva de destrucción de los ecosistemas.

La campaña de vacunación avanza lentamente en Europa, y la odiosa COVID-19 en la que estamos inmersos  se prorroga ya demasiado tiempo. Se comienza a hablar de la fatiga pandémica como un efecto colateral de las grandes restricciones a las que nos estamos viendo sometidos. Pequeñas y grandes limitaciones que han puesto a prueba nuestra resiliencia. En anteriores post os he hablado del mundo distópico que nos espera o de las viviendas del futuro. Hoy quiero hablaros de lo que considero la raíz del problema, y no es otro que la existencia de las “ciudades” que ha jerarquizado la vida de la mayor parte de la población a lo largo y ancho del mundo.

La concentración de los seres humanos en torno a urbes, slums, favelas, etc es insostenible. Esas masificaciones suponen una destrucción brutal del medio ambiente. Una herida sobre la epidermis del planeta de muy difícil reparación. Por ello, las ciudades están condenadas a desaparecer. Al menos, tal y como hoy las conocemos.

Cuando hablamos de las “ciudades de los 15 minutos” seguimos dando por hecho la necesidad de seguir viviendo “juntos”, sin comprender que la existencia de las ciudades quizás sea en sí la principal causa de la destrucción de los hábitats naturales .Un grave error de planteamiento que a casi nadie le interesa señalar con el dedo. Vivir en una ciudad tiene muchas ventajas para el individuo, y sacrificarlas para cuidar el planeta seguramente no compense. Pero hoy más que nunca debemos pensar como sociedad, no individualmente. La apuesta por disgregar el entorno construido debe ser un proceso paulatino; no inmediato. Una meta a largo plazo, pero cuyos cimientos deben construirse hoy gracias al urbanismo. Una disciplina que debe abogar por la rehabilitación, pero también por el derribo cuando sea preciso para recuperar  espacios libres. Estoy seguro de que puede y debe cambiarse el planteamiento de centralización, gentrificación y especulación que mueve a la sociedad capitalista. Eso sí,  si queremos verdaderamente cuidar el planeta. Es muy cómodo vivir en una ciudad mediana, grande o inmensa. Por ello, aceptamos su existencia tal y como admitimos ese cuadro que colgamos en la vestíbulo de nuestra casa hace 20 años y que nunca nos hemos planteado  “cambiar”.

En 2021 se ha generalizado el teletrabajo y el tele-shopping. Los tele-abrazos, los tele-viajes, las tele-actividades culturales y los tele-entrenamientos.

Por ello, nuestro hogar se ha convertido en nuestro universo dentro del mundo. Ha muerto el hogar-dormitorio y ha nacido el hogar-vida. Un lugar donde pasar la mayor parte de nuestro tiempo, y que por tanto debe ser capaz de facilitarnos luz natural, espacio y naturaleza. Desde mi punto de vista, el futuro pasa por hogares más cercanos a la naturaleza, donde vivamos en armonía y disfrutando de las pequeñas cosas del día a día. Un amanecer, un atardecer o el germinar de una flor.

Las ciudades (sobre todo las de mayores dimensiones) suponen una alienación de la vida del ser humano. Un habitante más del planeta que necesita los recursos naturales. En la ciudad la naturaleza ha sido aniquilada, salvo pequeñas zonas residuales. Y allí, en mitad de la fría contaminación, muchas personas no poseen ni siquiera un trozo de cielo. Algo básico para mí. Y no se comprende. El cielo es infinito y todos tenemos derecho a disfrutar de un pedazo de él. Por eso es tan importante la forma en que la arquitectura se relaciona con el exterior. En este nuevo mundo por el que yo abogo las viviendas están separadas entre sí, perfectamente aisladas, incluso semienterradas, a la vez que quedan inundadas de luz natural y aire para ventilar cuando lo deseemos. Espacios donde desarrollar la mayor parte de nuestras actividades diarias, que lógicamente deberán ser complementados con espacios comunes de relación interpersonal (escuelas, hospitales, museos, talleres, etc). El sol, el viento y el calor de la tierra son fuentes inagotables de energía. También el hidrógeno verde. Esa debe ser verdaderamente la apuesta de todos nosotros. Utilizar recursos limitados solo responde a intereses económicos de unas pocas empresas privadas.

La arquitectura puede y debe convivir con la naturaleza, pero en una proporción diferente a la actual. En las ciudades el peso de la transformación humana es muy superior a la presencia del medio natural, cuando lo lógico es que sea al contrario. La naturaleza debe disponer de un mayor protagonismo. Y la arquitectura debe concebirse como una transformación respetuosa del entorno natural. La piel del planeta necesita respirar, y las ciudades han asfixiado sus pulmones. Podemos dudar de que esta presión sobre los ecosistemas haya desencadenado la zoonosis origen de esta pandemia, pero de lo que no podemos dudar es de la necesidad de volver a normalizar nuestra relación con la naturaleza.

En este nuevo contexto, los medios de transporte colectivos deben ser verdes, eficientes y sostenibles. Y los medios privados, respetuosos con el medio ambiente. El avance que la naturaleza ha realizado durante nuestro confinamiento debe seguir progresando. Es necesario que recupere lo que le pertenece, y en este sentido el “ecocidio” debe servir para que las voces disidentes no puedan revertir esta nueva etapa. Es necesario detener radicalmente la involución antinatural a la que nos hemos acostumbrado. Nuestra vida debe estar donde está la vida. Poder ver el cielo, disfrutar del aire fresco, del amanecer, del atardecer y de la belleza de la naturaleza. Os aseguro que merece la pena.