casa 33

el proyecto de toda una vida…

Vivimos tiempos convulsos. Es momento de detener la escalada bélica mundial. Las fotografías y vídeos que inundan los medios de comunicación son espeluznantes. Nauseabundas. Crueldad en estado puro. Como ciudadano del llamado primer mundo asisto atónito al espectáculo del horror. Observamos desde la incredulidad un creciente incremento de la violencia en nuestra sociedad. No acierto a comprender cómo es posible tanta atrocidad en el comportamiento del ser humano. Y cerca, muy cerca, los conflictos armados que asolan el mundo no cesan. Por el contrario, no paran de surgir nuevas y sangrientas guerras. Nagorno Karabaj (franja armenia en territorio de Azerbaiyán), Siria, Yemen, Ucrania…Y ahora resurge con fuerza el fuego latente entre Israel y la franja de Gaza (que conforma el Estado de Palestina junto a Cisjordania). Yo no estoy a favor de Palestina ni de Israel. Estoy a favor de la vida.

Supongo que el resurgimiento de esta llama era previsible. La verja que delimita el perímetro de la llamada “franja de Gaza” es una delgadísima y frágil barrera de alambre para contener la ebullición de resentimiento que bullía en su interior. Un estado recluido y aplastado sistemáticamente durante décadas. La ruptura de esa débil valla era cuestión de tiempo y desgraciadamente ha sucedido provocando las desgarradoras escenas que Hamás nunca debió sentirse legitimado a ejecutar. La elevadísima densidad de Gaza la convertía en un espacio de todo menos sostenible. Pero ahora se ha transformado en una trampa mortal para inocentes civiles palestinos y para los abnegados soldados israelíes que penetren en territorio gazatí.

¿Cómo es posible que en 2023 todavía alguien crea que la tierra es propiedad de una nación? Los países no existen, es una invención humana, como tantas otras. Ni nuestros antecesores ni nuestros descendientes serán nunca propietarios de un solo metro cuadrado de terreno. La Tierra no nos pertenece. Al contrario, nosotros pertenecemos a ella. A un ecosistema global.

Los nacionalismos, supremacismos, independentismos, las teorías reemplacistas y cualquier otro tipo de superioridad identitaria son trenes de odio que van recogiendo pasajeros entregados a la causa, pisoteando los derechos humanos y cuya última parada es la extinción de la humanidad. En la guerra todos somos perdedores. Y cuando las aniquiladoras bombas no dejan escuchar los argumentos, la nube de polvo al desplomarse los edificios no permite ver los matices y el olor del caucho ardiendo impide disfrutar del olor de los bosques más cercanos solo nos queda el tacto de cuerpos gélidos asesinados que nunca más volverán a sentir el calor de su familia.

Europa está en guerra. Lo llevo diciendo años. Un conflicto bélico resiliente aparentemente contenido que tan solo emite fugaces destellos en forma de atentados suicidas en sus principales ciudades. Sobre todo en Francia, el país europeo que precisamente posee la mayor agrupación de ciudadanos palestinos e israelíes. ¿Pero qué será lo próximo? ¿Quién nos asegura que el próximo bombardeo no se producirá en nuestra oficina o en el parque donde juegan nuestros hijos? En este escenario la sostenibilidad ambiental por la que el viejo continente apuesta queda simplemente en ridículo. La energía más limpia es aquella que no se consume. Fabricar armas y munición para provocar la destrucción de miles de viviendas, equipamientos e infraestructuras ya construidos es demencial. Un disparate medioambiental que genera millones de metros cúbicos de escombros y la necesidad de volver a construir todos esos edificios, carreteras y vidas demolidas. Los ciudadanos debemos pedir explicaciones a los gobernantes por su connivencia con este sinsentido, aunque a algunos solo les preocupe el posible aumento de la inflación o una hipotética recesión mundial. No basta con condenar sin paliativos o apoyar sin fisuras a cualquiera de las naciones o pueblos en conflicto. O simplemente decir que al masacrar Gaza se respeten los derechos de la población civil. Es necesario actuar. Una solución global. Para este conflicto y para todos.

¿Porque para qué sirve una guerra? ¿Existe un solo motivo que justifique una sola muerte? La respuesta es NO. Rotundamente. La Historia no nos ha enseñado nada. Parece mentira. Todo el sufrimiento y destrucción que se ha producido en el mundo en el pasado y en el presente no es suficiente. Siempre hay un motivo para agredir, para arrebatar, para invadir, para matar. Y siempre en nombre de la defensa de la memoria de nuestros antepasados y de la defensa de un futuro digno para nuestros hijos. Esos niños que todavía no han nacido y quizás nunca nazcan. ¿Pero acaso les habéis preguntado su opinión? ¿Acaso los nietos de los dirigentes de la Alemania nazi consideran legítimos los valores que defendieron sus antecesores y que causaron la muerte a millones de personas? La respuesta es NO. ¡Qué manía con creernos diferentes, mejores, más listos! ¡Que no!

Mientras, en los telediarios vemos cómo la oscuridad envuelve a miles de almas en silencio esperando la muerte. Es la crónica de una inminente matanza estéril. Y nosotros, desde nuestro cómodo sillón, asistimos a la crónica de cientos de ejecuciones anunciadas. Responder a la violencia con más violencia es un error injustificable. Todas las vidas son únicas e irremplazables. Y yo no puedo evitar sentir el dolor de quienes esperan que un misil les quite la vida y la insoportable angustia de quienes esperan noticias de sus familiares secuestrados. ¿De verdad no se puede parar esto? Con voluntad, sí.

Tenemos un elefante en la habitación. Y mientras Europa ha salido de excusión y camina hacia la sostenibilidad por una senda de medidas medioambientales, solo escucha las canciones que todos sus miembros entonan alegremente. El sol brilla en el cielo y anima su travesía, además de contribuir a generar electricidad limpia gracias a los paneles fotovoltaicos que instaló recientemente en su refugio del primer mundo. Las sonrisas lucen en el rostro de todos los participantes en esta salida otoñal y nada parece presagiar la tormenta que acecha en las postrimerías de la jornada campestre. El serpenteante camino se va estrechando y poco a poco comienza a discurrir junto a un fuerte terraplén. Caminamos al borde del abismo, mientras el estribillo de la canción repite una y otra vez “Reduce. Reutiliza. Recicla”.

En realidad, al fondo del valle se están produciendo ataques de leones hambrientos, tigres vengativos y serpientes venenosas. Combates lejanos que permanecen fuera del alcance de nuestros sentidos. Y de nuestra conciencia. Amparados en las leyes de la propia naturaleza, justifican sus crueles actos en una legitimidad de dudosa justicia social. El odio se ha apoderado del valle, como si alguien hubiese abierto la llave del rencor y la tierra se hubiese inundado de violencia indómita. Y aquí, el lema que se no para de sonar es: “Construir. Destruir. Reconstruir”. Aunque nadie conozca con certeza la capacidad humana y medioambiental para regenerarse, y más pronto que tarde, un día, el hombre solo será capaz de destruir. Ese momento puede llegar, si no actuamos, y sobre la faz de la Tierra solo quedarán amasijos de armaduras, escombros sin identificar y recuerdos de una vida en color que jamás volverá.

Tal vez incluso el futuro no obligue a adaptarnos a vivir bajo la superficie de la tierra, tal y como hacen otros mamíferos. Realizando pequeñas incursiones al exterior de forma puntual. Compartiendo búnkeres unidos por un complejo entramado de túneles que introducen y filtran el aire exterior a través de una red de tuberías ocultas. Convirtiendo lo cotidiano (un paseo por el campo) en algo extraordinario. Sí, porque quizás la única forma de sobrevivivir al hombre sea huir de él.

Aunque yo me niego a ver el futuro en blanco y negro. Soy optimista y luchador. Y creo en el ser humano, artífice de colosales creaciones en multitud de campos: sanitario, cultural, educativo, etc. Pero a su vez, es causante de la mayor parte de las calamidades que azotan nuestro planeta. Directa e indirectamente. El cambio climático provocado por la mano del hombre es el desencadenante de muchos de los desastres naturales que provocan cada año miles de muertes: incendios, ciclones, inundaciones… Y además, la precariedad de las construcciones en muchos de los lugares afectados y la permisividad para hacerlo en lugares potencialmente peligrosos (en una cuenca fluvial, a los pies de un volcán, etc) aumenta exponencialmente el número de víctimas mortales. La corrupción de gobiernos autocráticos en muchos países emergentes y la ausencia de infraestructuras adecuadas favorecen igualmente las consecuencias personales y materiales. Las crisis humanitarias derivadas de la migración son otro pilar en el que se sustenta la sinrazón humana. Y por si fuera poco, las absurdas guerras fomentadas por irresponsables dirigentes envenenados de maldad hacen que me cuestione el sentido de la vida como comunidad y el sentido de la profesión de arquitecto creador de espacios para la vida. No escuches a quien fomenta la segregación, el separatismo, la confrontación. Solo lo hace para perpetuarse en el poder o justificar la necesidad de contar con esa persona como referente de distinción y pertenencia a “grupo”.

El arte y la cultura permiten construir con materia. Con ideas. Yo construyo con volúmenes, con materiales y con amor. Aprendamos a construir. No solo edificios, sino relaciones. A tender puentes. De diálogo. De entendimiento. De compasión. Solo así será posible la vida. Una vida en convivencia. Entre todos los seres vivos. En igualdad. Donde la igualdad de oportunidades sea una realidad en cualquier país. Y la migración sea una palabra que quede en desuso.

Por todo lo expuesto en este post digo BASTA YA A LAS GUERRAS. Ni una más. La mediación internacional es de absoluta urgencia para poner fin a la masacre de la guerra Israel-Gaza. Un conflicto latente que dura más de 50 años y al que no hemos prestado la atención necesaria. Y todo ello sin que cesen de vomitar bombas los lanzamisiles en el Este de Ucrania.

Los estragos externos de una guerra son más o menos cuantificables. Y con el tiempo, seguramente subsanables. Sin embargo, los daños internos dejan secuelas invisibles en cada persona mucho más difíciles de reparar. Todavía estamos a tiempo de elegir. Cimentar muerte o construir vida.