Vivimos rodeados de arquitectura. Está en todas partes. Incluso en una canción, en una obra de teatro, en un collage, en una serie de Netflix o en un escaparate. Todo puede ser una fuente de inspiración. Porque la arquitectura es composición, es belleza, es equilibrio, es pasión… una búsqueda más allá de los límites establecidos. Una actividad creativa que no debiera regirse por reglas, por intereses económicos ni por tendencias. Únicamente por el corazón.
Intentaré explicarme. En primer lugar para crear hace falta tener sensibilidad. Sí, capacidad de “sentir”. Y también voluntad. De hacer algo especial, de esforzarse en hacerse preguntas, de salir del “mainstreaming”. Y por supuesto, tiempo. ¡Y ya está! Con estos tres ingredientes se puede cocinar un proyecto delicioso. Parece sencillo, pero la realidad nos muestra a diario que no lo es tanto.
Una buena idea llega en cualquier instante. En el más inesperado. Tal y como sucede en otros ámbitos de la vida. Porque la cabeza de un arquitecto o creador continúa trabajando incluso en los momentos de desconexión más extrema. ¡Ahí quizás incluso más!
Existen grandes ideas que desgraciadamente se materializan de forma muy desastrosa. Es como esa película con un gran guion, que comienza con fuerza, pero según avanzan los fotogramas se desinfla como un globo hasta perderse en un cielo de relaciones inconexas. Por el contrario, existen ideas muy rudimentarias que, a través de un estudiado packaging promocional, son capaces de transformarse en “especiales” a los ojos de cualquier persona. Al menos a primera vista. Porque si se dedica tiempo a analizar esos planos con una presentación tan cuidada se descubre que tras esa atractiva fachada no hay más que un anodino proyecto. Se trata de venderse. Y como en la guerra, y en el amor, todo sirve. Precisamente, el arquitecto chino Wang Shu (único premio Pritzker de su país, obtenido en 2012) afirmó: “La arquitectura ya no se construye, se produce”. Sic.
Lo repito: la arquitectura es una disciplina artística y por lo tanto, como os decía al principio, no debería estar sujeta a ninguna regla. Bueno, sí. A una: la gravedad. Es el único condicionante que puede comprometer la viabilidad y el diseño final de un proyecto. Todo lo demás no debería ser determinante. Eso sí, sin olvidar que el arquitecto debe aportar junto a sus ideas las soluciones constructivas que permitan materializar su idea. Sistemas lógicos, razonables, que evidentemente no encarezcan de una forma desproporcionada el presupuesto de la obra. Desde mi punto de vista el “sentido común” es algo tan básico que no lo considero un condicionante para la arquitectura, aunque no está demás mencionarlo para no dar pie a malinterpretaciones. Y es que la realidad nos muestra en demasiadas ocasiones que algunas obviedades no son tan obvias…
Un proyecto puede no llegar a materializarse jamás. Y eso no significa que carezca de la calidad mínima necesaria. Al contrario. No puedo aportar datos, resulta imposible por la subjetividad implícita que conlleva, pero estoy convencido de que un grandísimo número de grandes proyectos se han quedado en maqueta o plano. Líneas tristes, ignoradas en el interior de un oscuro cajón. Y por el contrario, una elevada cantidad de proyectos mediocres han obtenido el respaldo necesario para nacer e inundar el mundo de mediocridad. Con todo el respeto del mundo a mis compañeros de profesión, porque solo quiero abrir un debate y decir que se puede hacer más. Mucho más.
Como os he adelantado, en la actualidad la arquitectura se ha convertido es un producto de mercado. Un promotor (privado o público) va a desembolsar una ingente cantidad de dinero y quiere asegurarse que este revierta. Como el productor de una película. Construir es carísimo y casi nadie quiere arriesgar su capital. Si algo funciona, ¿para qué cambiarlo? Es imprescindible que el cliente se proyecte en una estética que reconoce y en la que se siente cómodo. Los experimentos, con gaseosa.
Por lo tanto, dada la mercantilidad de la arquitectura y en relación con su alto coste de producción (es el bien más caro que una persona adquiere en toda su existencia), resulta lógico que los edificios de viviendas y las promociones de viviendas unifamiliares (en todos sus formatos) compartan un patrón estético mimético. Como la música pop de los 40 principales. Comercial.
Con esta mentalidad no hubiéramos salido de las cuevas del paleolítico. Y es que si nos paramos a pensar, la tecnología ha evolucionado vertiginosamente en los últimos 30 años mientras que la construcción apenas ha variado en los últimos 100 años. Es evidente que existe un desfase del mundo de la construcción respecto a la época en la que se desarrolla.
Yo siempre he considerado que la arquitectura debe reflejar “el espíritu de la época en la que vivimos”. La frase no es mía, es de L. Mies Van der Rohe, uno de los fundadores del Movimiento Moderno. Por ello, en la arquitectura actual falla algo. La ortogonalidad de los planos de distribución, el diseño reticular de su fachadas y los materiales con las que se ejecutan choca estrepitosamente con el dinamismo de nuestras vidas.
Esa “arquitectura-producto” también se refleja en los numerosos estudios de arquitectura que mantienen el nombre de su difunto creador. Quizás en el mundo de la alta costura tenga sentido, pero no en la arquitectura. Este principio ya lo he defendido con anterioridad, y nadie en su sano juicio comprendería que tras la muerte de Pablo Picasso sus colaboradores continuaran su labor creativa manteniendo el nombre de su fallecido titular.
Las “cajas blancas” con carpintería oscura (negra o gris grafito) se han convertido en el telón de fondo de todas nuestras ciudades. Y por supuesto, siguiendo un entramado excesivamente rígido. Una tendencia que es una especie de revival de la “Arquitectura Moderna” que surgió en los años 20 del siglo pasado como contraposición radical a todo lo preexistente.
En este tipo de “producto superventas” las diagonales están totalmente desterradas, tanto en planta como en alzado. Los límites quedan perfectamente establecidos. Las proporciones. Multitud de incomprensibles parámetros de obligado cumplimiento que se recogen en rígidas ordenanzas municipales. Salirse de esos patrones puede resultar muy arriesgado. Como esquiar fuera de pistas. Al menos eso es lo que nos hacen creer.
Porque para mí, ampliar los espacios acristalados, romper la repetitividad de los elementos o deformar las formas rectilíneas puede derivar en resultados mucho más interesantes a nivel arquitectónico y para los usuarios, que en realidad son el leif-motiv de nuestra profesión.
Precisamente hace un mes leí en prensa un artículo que hablaba de la uniformidad de las fachadas en los nuevos edificios de viviendas: un teclado de piano puesto en vertical. Raya negra, raya blanca; raya negra, raya blanca… Un teclado que alterna horizontalmente franjas de ventanas y antepechos en una sinfonía repetitiva. Aunque peor es el resultado cuando se introducen vidrios de diversas tonalidades o muestrarios de materiales de horrendos colores que se ordenan como los soldados de un obediente ejército para componer en este caso la fachada del nuevo edificio.
Por todo ello, cuando pensemos en arquitectura debemos tener muy claro que se trata de una compleja disciplina que debe cumplir una enorme cantidad de normativa para garantizar la seguridad, el bienestar y la versatilidad de usos a las personas que hagan uso de ella. Debe ser respetuosa, sostenible, generosa, entre otras muchas otras cualidades. Pero al mismo tiempo debemos pensar que otra forma de hacer las cosas es posible, y que si todos los pintores hubieran seguido los mismos patrones a lo largo de la historia hoy día no podríamos disfrutar de grandes obras maestras como El Guernica de Picasso, Los Girasoles de Van Gogh o El Grito de Munch.
En definitiva, un proyecto de calidad es mucho más que una bonita presentación o la reputación de su autor frente a los miembros de un Jurado. Una gran idea puede ser un croquis en una servilleta de papel. Así comenzó Gehry la génesis del Guggenheim Bilbao, ¿no? Después, esa reflexión debe ser madurada. Con serenidad; tal y como se prepara un plato elaborado: a fuego lento. Recordad: sensibilidad, voluntad y tiempo.
Y mi última reflexión: la arquitectura debe ser firme, directa y segura de sí misma. Sin titubeos. Y para ello requiere una gran dosis de introspección, de análisis, de búsqueda de nuevas respuestas. Sin que implique necesariamente la transgresión. Se puede ser original sin levantar la voz. Solo es necesario ser uno mismo. Es la belleza de lo auténtico.