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el proyecto de toda una vida…

Vivo en la casa de los milagros. Sí, tengo esa infinita suerte. Por eso me siento un auténtico afortunado. Mi hogar no es ni mejor ni peor que otros: simplemente es mágico. Y seguramente tampoco eso lo convierta en único y especial (aunque para mí sí lo sea): sencillamente es mágico porque soy consciente de todos los pequeños milagros que acontecen en su interior (y alrededor suyo).

Hablo de “mi” vivienda porque yo he provocado su génesis y la he alimentado para que creciera. Y también porque realmente es singular, como os voy a exponer en este post. Pero a su vez es “nuestro” hogar porque es la residencia de una maravillosa familia. E igualmente porque es plural: convive con la tolerancia, el respeto y la verdad.

Se trata de una delicada esencia de experiencias multisensoriales concentradas bajo un mismo techo que activa todos mis sentidos. Porque puedo verla, tocarla, olerla, escucharla y saborearla. Pero además puedo sentirla de una forma especial: con el corazón. Para ello, me basta con sentarme en el suelo y apreciar el entorno que me abraza; cualquier punto de observación es válido. Me encanta acercarme a su piel y sentir su calor. Alejarme y poder mirarle a los ojos con perspectiva. Salir de mi rutina para encontrarme, y regresar para huir de un mundo que demasiadas veces no comprendo. Ver con mis propios ojos y palpar con mi corazón, dejando a un lado el punto de vista de los demás. Porque ese es el primer milagro: la burbuja mágica que crea la valla de acero corten que delimita mi parcela, donde rebota todo lo negativo que recibe desde el exterior.

Observar el conjunto edificado desde el jardín es contemplar un equilibrio de formas geométricas que protagonizan una coreografía de volúmenes detenida en el tiempo. Dos cuerpos que se separan dejando un desafiante precipicio entre sus fachadas, enfrentando la calidez de la madera de iroko contra la frialdad del impasible aluminio. A sus pies, un detalle vegetal observa un cilindro ascendente hacia el ignoto cielo y descubre la fuerza que posee el conjunto.

Mi casa-estudio se aleja del concepto de “refugio” para convertirse en una fuente de inspiración donde, entre otras muchas cosas, poder proyectar, dibujar, hacer maquetas, escribir, pintar, hacer collages, amar y soñar . Y esto ya lo considero un milagro: que unas paredes oblicuas me ayuden a volar con mi cabeza y explorar sorprendentes territorios sin moverme de mi butaca. Todas las estancias son interesantes para pensar, tanto dentro como fuera de la morada; porque esté donde esté, me siento en el centro de la felicidad. Sí. Un punto minúsculo en el espacio interestelar que me transporta a un lugar que no existe (el futuro) donde mi creatividad carece de límites. Y que me sumerge en un estado que me permite comprender que crear es creer. Y viceversa.

Hace muchos años desde que comencé el proyecto de mi morada; un auto-encargo vivo que solo concluirá cuando yo deje de respirar el aire bajo el que ésta se sumerge. Porque todavía queda mucho por proyectar. Para sí misma y para el mundo. Una de sus principales características es que se trata de una creación desbordada por la luz que recibe a lo largo del día y en cada estación del año. Este factor fue cuidadosamente estudiado en las primeras decisiones que adopté, al esbozar los primeros croquis a mano alzada.

Al amanecer, pulso un diminuto botón de un mando a distancia  y ante mis ojos se eleva un vasto estore horizontal que provoca que los reflejos más madrugadores me deslumbren. Una tela negra que, al elevarse, hace brotar un precioso marco artificial que abraza al paisaje circundante. De esta maravillosa forma comienza ese asombroso regalo de tiempo que nos concede la vida: un nuevo día. Y pienso que algo tan bello solo puede ser un milagro. Un dormitorio, dos personas que se aman y un millón de sueños por cumplir.

El espacio que habito es un milagro. Por cómo he llegado a él y por cómo funciona todo lo que sucede en su interior. La naturaleza inunda la arquitectura y se entrelaza con ella en un abrazo eterno. Una relación de amor que se extiende desde el este, al amanecer, hasta el oeste, al despedir el día desde una excepcional atalaya llamada “solárium”. Un lugar donde observar un pedacito de cielo que, milagrosamente, por el momento permanece libre de misiles rusos. Hasta este mágico observatorio de “espacios fugaces” se accede a través de una hipnotizante escalera de caracol exterior. No es la única de este tipo en la vivienda, ya que me encanta este tipo de conexiones entre niveles. La escalera de caracol es una metáfora de nuestra existencia, y como en el cuento de “Alicia en el País de las maravillas” te transporta de un mundo a otro. En apariencia el movimiento circular que describe alrededor de un eje central te conduciría hasta el punto de inicio, pero en realidad se produce de forma simultánea un inocente movimiento vertical que nos conduce siempre hacia delante: la escalera en el espacio y la vida en el tiempo.

Es un milagro el nacimiento múltiple que surge bajo la pasarela de acceso peatonal a mi universo. En un nido de diminutas ramas formado una mamá jilguero sin estudios (pero que demuestra tener altos conocimientos de arquitectura), varios polluelos pían. Un hogar dentro de otro hogar y que se encuentra escondido, pero que queda al descubierto por el sonido que inconscientemente emiten unos pequeños polluelos emergidos de un pequeño cascarón albar. Desde la distancia descubro que es un milagro multiplicado por cinco y no puedo evitar esbozar una pequeña sonrisa.

En ese instante, la creadora de esos proyectos de ave revolotea en círculos observando la escena. Sus ojos muestran un claro deseo: que yo entre en casa para que ella pueda hacer lo mismo y a continuación, alimentar a sus grisáceos vástagos. Simetrías del azar.

En ese momento, comienza a vibrar el aire. Un silbido en la distancia que conozco perfectamente mientras aumenta  rápidamente su intensidad sonora. El avance imparable de una cadena de vagones metálicos que circulan por una línea doble de acero acaricia tangencialmente mi residencia. Una cabalgata de cajitas repletas de vidas anónimas que, debido a la velocidad a la que avanzan, ignoran lo que acontece a su alrededor.

En el cielo, una intrépida aeronave avanza lentamente como muestra de las diferentes lecturas de la realidad: su velocidad es muy superior a la del tren que circula bajo sus pies, pero la distancia distorsiona el tiempo desde el que la observamos. Un ejemplo más de la relatividad de la vida, y un medio de transporte que sin duda conforma otro milagro.

Prosigo mi camino atravesando la ligera lluvia que ha comenzado a precipitarse al interior de mi mundo. Y justo ahí, en ese instante,mi cabeza rememora otra escena que me resulta siempre emocionante. Un nuevo milagro. Las semillas de tomateras que planté hace tiempo brotaron. De unos débiles tallos brotaron unos verdosos frutos que, poco a poco, comenzaron a colorearse de un delicioso tono rojizo. Deliciosos tomates que muy pronto deleitaron mis sentidos en una sabrosísima ensalada.

Unos pasos más y al alzar la cabeza descubro que un caprichoso sol ha decidido visitarme por sorpresa formando un precioso arcoíris. Un lazo multicolor que decora la cubierta del edificio que habito y rodea el exterior como si se tratase de un envoltorio de regalo. Un milagro que se reproduce igualmente en varias zonas del interior gracias a la difracción de la luz en los numerosos antepechos de vidrio e incisiones acristaladas que existen por toda la casa.

Prosigo mi camino, y mis alargados pasos me conducen finalmente hasta el interior de mi “yo” hecho arquitectura. Mi amada maison-atelier que reproduce mi personalidad en arquitectura. Una expresión materializada de mi mundo interior. Y mientras mi cuerpo asciende por una de sus numerosas escaleras de peldaños en voladizo mi cabeza despega de lo terrenal y comienza a sobrevolar un nuevo proyecto espectacular. Me encantan los vuelos exacerbados, la deconstrucción de los elementos arquitectónicos y  desafiar a la gravedad; pensar que puedo ganarle una partida, aunque eso sea imposible y ambos lo sepamos.

Por fin estoy en casa. Pero mi viaje no termina. El destino lo desconozco, pero la curiosidad por descubrirme es inexorable. Adoro la amplitud de los espacios por los que me desplazo en el tiempo. Caminar es un acto reflejo que vincula el movimiento corporal con mi entorno inmediato. Pasos que me conducen en horizontal y vertical, favoreciendo la oxigenación del cerebro y la maduración de multitud de ideas. Una “promenade architecturale” (Le Corbusier) en la que acaricio las superficies de las paredes, antepechos y muebles que he proyectado y que provocan una sinfonía neurológica en mi cabeza (conexiones sinápticas entre el pasado y el futuro).

Poco después, al pulsar un basáltico interruptor, una cálida luz LED se activa e ilumina cenitalmente la estancia. De nuevo me detengo, y no puedo evitar volver a pensar en el milagro que acaba de producirse. Reproducir la luz de forma artificial cuando esta se ha extinguido en su ciclo natural es un acto sublime, actualmente imprescindible para el ser humano en cualquier contexto. Una forma de energía mágica que me permite escribir este post de agradecimiento a la vida. En el salón, una ventana ciega se ilumina y al instante se abre ante mí un número incalculable de contenidos audiovisuales que llegan a través de un delgadísimo cable de hilos de luz. Y me pregunto: ¿cómo es posible? Milagro.

Tres pasos más al frente giro un paralelepípedo negro mate que hace las funciones de presa de contención para, al girar la maneta de un esbelto paralelepípedo oscuro como la profundidad de la noche, un torrente de agua inunda un sinuoso seno de piedra asimétrico negro calatorao. Parece mentira que un gesto tan sencillo permita disponer de un bien tan escaso e indispensable para la vida que en otros países desafortunadamente no existe. El éxtasis me desborda al contemplar tan mágica escena, que por muy común que nos parezca, no deja de seguir siendo un milagro. En mi caso, con más motivo. Os lo aseguro.

El día finalmente se ha despejado y me resulta un milagro observar la deconstrucción que provoca la luz proyectada sobre las paredes. Figuras regulares se transforman en trapecios en permanente transformación: un efecto provocado por el inherente movimiento del sol y la luna. Dibujos caprichosos que se alargan y se encogen transmitiendo en su devenir el peso y el paso del tiempo. Formas que varían lentamente cada día. Porque mi domicilio es un volumen en movimiento (he aquí otro milagro), y la coreografía de luz natural a lo largo de las diferentes estaciones del año me muestra caras desconocidas de los espacios iluminados. Y a su vez, me invita a explorar y descubrir secretos que jamás imaginé. Algo así como estrenar una casa nueva cada día. ¿Realmente todo esto es posible? Milagrosamente sí.

Por otro lado, la cama del dormitorio principal que proyecté tiene cuatro metros cuadrados y un único pilar central de sujeción. Hice este diseño como metáfora de “la main ouverte”(mano abierta) que Le Corbusier creó en Chandigarh, India como símbolo de paz y reconciliación. En nuestro caso significa mucho más, porque nuestros cuerpos, corazones y pensamientos se sustentan en un único pilar: el amor.

Abro los ojos y, a través de la oscuridad que lo inunda todo, percibo la sombra de unos árboles sobre la blanca pared de mi habitación. Unos paramentos verticales que despiertan poco a poco al acariciar el amanecer su delicada piel. Un nuevo día comienza y siento que es un milagro estar vivo. Disponer de un cuerpo físico perfecto que me permite vivir en un “contenedor” concebido como “une machine à habiter”(Le Corbusier) es algo también increíble. Segundos después, observo el dormitorio abierto que descansa sobre las líneas infinitas que desbordan mi mente. Extiendo mi  hilado brazo y siento el calor de una piel conocida que aún duerme. Y de nuevo, siento la felicidad en estado puro.

En el epicentro de mi universo no solo nace y crece la vida, sino también el amor, que sumerge sus raíces en un océano de sentimientos y se clava como lo hacen unos firmes dedos sobre la carne trémula. Un sentimiento incondicional hacia la persona más maravillosa del mundo y con la que tengo la enorme suerte de compartir mi existencia. Un ángel que me apoya cada día, me reconforta en los momentos difíciles y comparte mi felicidad en este viaje llamado vida. Un amor recíproco, generoso y sin reproches. Un nuevo milagro que se produce en el interior de nuestro hogar y que genera la energía que desplaza el inmueble hacia el futuro. Sí, mi mujer me impulsa hacia la ilusión infinita, la esperanza y el eterno descubrimiento del otro. Y cada noche, cuando ya estoy acostado, ella siempre besa mi onírica mejilla a modo de despedida con la sublime delicadeza que la caracteriza. Un suave gesto que sirve para percatarme de que jamás pensé que se pudiera amar tanto a alguien. Y por si fuera poco, con la indescriptible satisfacción de saber que a su vez ella siente lo mismo.¿ Acaso  puedo dejar de creer en los milagros?

Pero los milagros no terminan ahí. Mi casa, además de moverse, está construida con aire, pero el viento más enérgico es incapaz de inmutarla. Es transparente como una lágrima, pero fuerte como un abrazo. El sol puede atravesarla de lado a lado sin encontrar apenas resistencia, ya que un vidrio aditivado resulta ser todo poderoso y me protege de las inclemencias meteorológicas.

En la época estival, las decisiones adoptadas en fase de proyecto y la tecnología implantada en la vivienda me protegen del impasible sol. Invisibles tuberías serpenteantes trabajan bajo mis pies y enfrían los espacios que se encuentran sobre ellas (al contrario que en invierno, cuando la radiación calienta todos los espacios interiores). Siempre me ayuda la tierra y paradójicamente, el mismo astro que nos ilumina. De la primera capto su calor maternal (por algo la llaman madre tierra). Y del inagotable sol consigo el suministro gratuito de la electricidad que precisan las bombas de calor que extraen la energía de la tierra. Curiosamente las corrientes de agua que discurren por las entrañas del subsuelo mejoran altamente el rendimiento de mi instalación. Un metabolismo que convive en perfecta simbiosis con el aislamiento térmico de paredes, suelos y cubierta del volumen construido. Y de esta forma, el sol, el agua y la tierra, cierran un círculo que me cuida. Y yo a ella. De nuevo, simetrías del azar.

La cocina posee una amplia isla negra donde la placa de inducción está totalmente oculta. De hecho fue de las primeras viviendas a nivel mundial en disponer del sistema Cooking Surface, un sistema innovador que conocí en la feria Cevisama de Valencia hace ya unos cuantos años. En definitiva, mi vivienda es un edificio donde no existe ningún tipo de combustión, donde la campana extractora emerge de la encimera (donde descansa la mayor parte del tiempo), y que cuando se hace visible aspira los gases de la cocina sin extraer al exterior el aire caliente del interior de la vivienda. Sin derrochar energía.

Por todo ello y por mucho más, puede considerarse un edificio de consumo energético prácticamente cero. La próxima adquisición de un coche eléctrico que se cargará directamente desde el cielo me permitirá reducir aún más la huella de carbono sobre nuestro asfixiado planeta. Cuidar el medio ambiente es un acto de justicia, ya que la naturaleza nos protege diariamente de forma altruista.

Mi casa no tiene apenas puertas porque los espacios no tienen dueño. Mi domicilio pertenece al universo, y el mundo dispondrá de ella cuando yo solo sea un destello fugaz. Sin menospreciar la función que cumplen las puertas, el concepto que guía mi estilo arquitectónico es la creación de espacios versátiles, fomentando la convivencia entre la naturaleza y la arquitectura. Un pensamiento en el que los límites de diluyen y las posibilidades son infinitas.

En el tiempo de existencia de mi amada residencia, mis hijos han crecido con ella y se han convertido en adultos que toman sus propias decisiones como parte inherente de su lógico crecimiento personal. Una trayectoria paralela a la de la vivienda, que en su etapa de madurez me cuenta sus inquietudes a las que yo intento dar respuesta. Porque en la arquitectura y en la vida, el arquitecto (como padre que es) solo puede sugerir, aconsejar, favorecer… pero la decisión última está en manos de cada persona.

Las oportunidades de todos y cada uno de nosotros están en nuestras manos. Los fracasos no pueden detenernos, porque esta es la forma en la que ha evolucionado la especie humana. Ese es el milagro por descubrir. También para ser feliz. Para mí, la arquitectura juega un papel fundamental en la consecución de dicho objetivo, y el escenario que nos rodea condiciona fuertemente la persona que somos, que queremos ser y que seremos. Es una relación directa que vincula la materia y el ser vivo, y que no siempre se conoce o valora. Como la diagonal de una figura geométrica: no la vemos pero está. Ser consciente de lo que tenemos, somos y podemos alcanzar está a nuestro alcance. Basta detenerse un instante.

Por si fuera poco, mi vivienda es un espacio donde nace y surge la vida. Donde habita y crece el amor. Y donde todo es posible si persigues fuertemente aquello que deseas. Eso es lo que me cuentan sus confidentes paredes cuando nadie más las escucha. También me susurran al oído que somos los libros que leemos, las personas que amamos y las casas que habitamos. Sí -me dicen- porque un hogar dice mucho de quien reside en él. Y los edificios tienen sentimientos. Sí, porque los espacios hablan, sienten, se emocionan, sufren y anhelan la felicidad.

Hoy es Nochebuena. En el salón, colocamos hace casi un mes un pino artificial salpicado de adornos navideños. Un árbol que resulta mágico, porque mañana, al despertar, todos los años aparece repleto de regalos para la familia. Nunca he sabido cómo es posible, pero estoy seguro de que es el milagro de la navidad. Y de corazón deseo que en todos los hogares llegue la misma magia.

Y en este punto, no puedo dejar de dar las gracias. ¡Gracias! Es un milagro haber tenido la salud y el trabajo suficiente a lo largo de dos décadas para haber podido pagar mensualmente mi hogar. Por muy grandes que fueran las obligaciones y por mucho que se complicase la situación económica. Asomado al balcón de la incertidumbre, pero siempre con la mirada en el horizonte, allí donde se encuentra la frontera entre el pasado y el futuro. Porque todavía me quedan muchos kilómetros de vida por recorrer.

Yo no necesito llenar mi biografía de objetos; simplemente de detalles arquitectónicos. Inundar los espacios de diseño, de luz y de amor. Y así descubrir lo bello que es el silencio cuando tienes con quien compartirlo. Como dijo el gran científico y pensador Albert Einstein: “Existen dos formas de ver la vida: una es creer que no existen los milagros, la otra es creer que todo es un milagro”. Es obvio a qué grupo pertenezco.

Y tú: ¿crees en los milagros?

¡Feliz navidad!