Ver, tocar y sentir esta obra de Daniel Libeskind me ha producido un éxtasis total. Me ha sucedido más veces en el pasado, pero en esta ocasión ha sido algo diferente. Quizás por el reciente encuentro con su autor en Londres; o tal vez por la enérgica fuerza de sus líneas. O por el hecho de ser una obra emblemática y conocida por mí desde hace muchos años. Pero no; no es por ninguna de esas razones. El motivo por el que me ha encantado este edificio y la obra de Libeskind en general es porque me identifico totalmente con la mayoría de sus propuestas; compartimos una misma visión de la arquitectura, y yo, a un nivel muy alejado del suyo, trabajo en el misma dirección que él.
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La estación de tren quedaba lejos; el sol apretaba con fuerza y mis recién descansadas piernas me condujeron con paso rápido hasta la casa-museo de este peculiar pintor alemán. El contenido de la exposición era lo que menos me interesaba, y de hecho ni siquiera me adentré en el edificio preexistente durante las casi cuatro horas que duró mi visita. Disfruté muchísimo con el juego de perspectivas y especialmente me deleité con el exquisito cuidado de los remates y sobretodo, del interés en el resultado de cada encuentro. En esta obra la arquitectura se integra perfectamente en la naturaleza, y lo clásico y lo moderno conviven en perfecta armonía. Aquí no hay vencedores ni vencidos, porque en este caso la arquitectura es el resultado de sumar fuerzas para alcanzar la belleza.
La primera imagen que tengo es la de la fachada de lamas verticales de madera descoloridas por el sol, emergiendo desde la distancia entre una clásica vivienda unifamiliar de piedra arenisca y un frondoso árbol. Un cuerpo que dispone de dos geométricas incisiones acristaladas y que actúa como telón de fondo de una composición en la que un volumen de zinc elevado del suelo atraviesa una estrecha pieza de hormigón hasta morir en la naturaleza. El fragmento que divisé esbozó un rictus de sonrisa en mi rostro. Y eso que sólo se trataba de un minúsculo detalle del rompedor alzado diseñado por su autor. Un imán que te atrae y que no puedes dejar de contemplar, de sentir y de emocionarte. Líneas inclinadas que todo lo pueden, que comienzan y nunca terminan, que vienen y van. Aristas que atraviesan las fachadas de forma aparentemente aleatoria, pero que poseen una clara finalidad: mover el espacio para llenar el tiempo.
Mis pasos se acercan y se alejan entre continuos click del botón de mi réflex. Un patio de luz de planta triangular donde convergen el frío y el calor, la luz y la sombra, el acero y la madera. Un juego de piezas geométricas en el espacio, un baile sin fin, bajo la despiada luz del sol emergente que realza con dureza los ya de por sí rompedores volúmenes. Un hipnotizante paseo exterior donde sin querer entras y sales, subes y bajas, te acercas y te alejas, sucumbido por el espíritu de Daniel Libeskind en una de sus obras más potentes. Pasado y futuro se dan la mano por un instante en un fotograma de un brillante movimiento detenido en el tiempo. Perspectivas sin fin tanto en el exterior como en el interior. Una actuación envuelta por un edificio clásico existente y la naturaleza circundante que abraza el conjunto desde la espalda de lamas de madera. Una piel con incisiones, las heridas del pasado: inclinadas aberturas de zinc acristaladas o ciegas, donde se pierde el concepto del tiempo y por supuesto, la verticalidad de las líneas. Una experiencia de otro mundo.
Interiormente, las oníricas sensaciones no cesan. Un recorrido que comienza en la “fase 2” realizada por Libeskind, a modo de edificio de acceso y salas de servicio (sótano y entreplanta). Ya que hasta la construcción de esta zona en 2011, la entrada al museo se realizaba por la escalera central del edificio original. La fachada del edificio de acceso es lo que menos me ha gustado de la nueva intervención. Sin duda, no se le ha dedicado el tiempo suficiente.
Tras una enigmática puerta pivotante automática que te adentra en una infinita pasarela acristalada llena de luz y geometría. Una pieza que sustituye exactamente al “puente” peatonal abierto incluido en la primera fase, manteniendo su misma directriz. Desde este nuevo lugar cubierto se accede a una conceptual torre donde se expone una maqueta del proyecto original. Desde aquí comienza el universo arquitectónico de esta obra a través de un recorrido perfectamente estudiado.
Un oscuro y frío corredor ascendente en hormigón visto (suelo y paredes) permite elevarte hasta las diferentes salas expositivas, algunas de las cuales conectan directamente con el edificio preexistente. El juego en planta del recorrido permite disfrutar de unas desconcertantes vistas cruzadas, donde además, la entrada lateral y cenital de luz natural enriquece el impresionante itinerario a través de las salas. Trazos inesperados, desconcertantes, emocionantes…un lugar donde los límites se diluyen. El suelo y las paredes no existen: todo es parte de un mismo plano que te envuelve y te atrapa.
Sin duda, una obra absolutamente recomendable para todos los amantes de la arquitectura. Y por ello, espero poder visitar en los próximos meses otros trabajos que todavía no conozco de Daniel Libeskind.