¿Cómo se consigue que un espacio sea acogedor? ¿Cuánto pesa la calidad arquitectónica de un proyecto? ¿Hacia dónde camina el diseño? ¿Dónde termina lo público y se inicia lo privado? Sabemos dónde termina el mar y dónde comienza el cielo: lo llamamos horizonte. Lo mismo sucede en arquitectura: una disciplina plagada de encuentros. Pero a veces los límites son arbitrarios, una mera invención del ser humano para intentar definir lo que ve y de esta forma tratar de comprender el mundo que lo rodea.
El problema de las mediciones es que nunca se sustentan en criterios lo suficientemente consistentes. Y las cosas más importantes de la vida no se pueden medir: la felicidad, el amor, el dolor… Si consideramos la arquitectura como una creación indispensable para entender nuestra existencia, debemos comenzar por diluir el perímetro del espacio que nos envuelve.
Este proyecto juega con esa posibilidad: la de olvidar los conceptos preestablecidos y atreverse a asomarse al borde del abismo.
Construir un puzle tridimensional que acompañe a las personas que caminan distraídas, intentando mejorar su calidad de vida. Proyectar es dar respuesta a preguntas que flotan en el aire de la misma forma que lo hacen los filósofos. Por ello, este proyecto plantea el recorrido de los vecinos que habitan el edificio como una concatenación de sucesos, espacios y periodos de tiempo. Dejándome llevar por la intuición; utilizando la empatía. Y teniendo la certeza de que el espacio que creo está al servicio de las personas, aunque jamás les pertenezca.