Catarsis. Mutación. Virus. Infección. Vulnerabilidad. Ruina. Contagio. Curación. Esperanza. Cuarentena. Resignación. Empatía. Infodemia. Solidaridad. Pandemia. Miedo. Muerte. Emergencia sanitaria. Desolación. Supervivencia. Teletrabajo. Streaming. Incertidumbre. Anti-consumo. Vida. Familia. Amor…una brutal lección de humildad.
Son muchas las palabras que me sugiere el confinamiento de millones de ciudadanos en España y en todo el planeta por culpa del coronavirus. Un homicida diminuto, invisible, pero con un poder destructivo letal. Sin nombre ni apellidos, el agente secreto COVID-19 se ha convertido en el enemigo público número uno. Un asesino que ha pasado a estar activo gracias a la falta de higiene en un sucio mercado de animales (preferimos pensar), antes que alimentar la teoría de una oscura conspiración entre dos superpotencias. Un escenario que me traslada hasta el Nuevo Mundo colonizado por los españoles en las postrimerías del siglo XV cuando, con una simple manta contagiada del virus de la gripe o la viruela, conseguían aniquilar poblaciones enteras de vulnerables e inocentes indígenas.
El coronavirus es actualmente el protagonista indiscutible de nuestra existencia. Para prevenir la propagación del contagio entre semejantes, las autoridades sanitarias han decretado el estado de alarma, que entre sus drásticas medidas incluye la prohibición de la permanencia en el exterior de nuestra casa sin causa justificada y el cierre de la gran mayoría de establecimientos considerados no esenciales para la economía. Y recientemente el Gobierno ha endurecido aún más las medidas. Un inesperado bofetón en toda la cara que está produciendo un brutal impacto económico y social en nuestro país, cuyo PIB posee una alta dependencia del sector servicios y en general, del tejido productivo de pequeña escala.
¿Y cómo hemos llegado hasta aquí? Pues todo comenzó hace tres meses con los primeros contagios en la remota población china de Wuhan. Una noticia que sin avisar se presentó por sorpresa en nuestra ciudad, en nuestro barrio, en nuestra oficina y en el colegio de nuestros hijos. Como si de repente nuestra rutina se hubiera convertido en el escenario de una película apocalíptica y cada uno de nosotros fuéramos el Jim Carrey de ”El show de Truman”. Un film reproducido en streaming y que en este instante se encuentra detenida al pulsar un telespectador el botón de “pause”. Porque si uno observa con detenimiento desde su ventana, podrá descubrir una fotografía inerte de nuestra ciudad: movimiento detenido en el tiempo.
Nuestro entorno muestra una imagen absolutamente atípica. Los espacios públicos se hallan inundados de silencio y nuestro hogar da más sentido que nunca al concepto de “refugio”. Vivimos un periodo de reflexión; de introspección. Algo que muchas personas no suelen practicar normalmente por miedo a encontrarse a sí mismos y no gustarles lo que descubren. Hoy se constata que la existencia de cada individuo carece de sentido sin poder compartirla con los demás; sobre todo, con los que más queremos: familiares y amigos. El mundo es el lugar donde sucede la vida, el escenario donde nos relacionamos, donde reímos, donde lloramos. Donde nacimos y donde moriremos. El espacio donde aprendemos, sentimos y amamos. Y ahora, todo ha quedado reducido a ese pequeño y maravilloso universo llamado “hogar”. Un hábitat muy diverso del que todos nos sentimos profundamente orgullosos. No importa si es grande o pequeño, antiguo o moderno. Es nuestra casa: donde somos nosotros mismos. Y por eso nos gusta. Nos encanta.
Desde pequeño, cada vez que comenzaba una nueva etapa he tenido la costumbre de ordenar mi dormitorio. Excavar en los estratos de mi historia reciente. O no tan reciente. No importaba el motivo del cambio que se vislumbrara (laboral, sentimental o de cualquier otra índole). Desprenderme de objetos en desuso y reordenar mis pertenencias dentro de la misma estancia me ha resultado siempre útil para abrirme a nuevas vivencias. Ahora también lo he hecho. Sin pensarlo. De forma inconsciente. Porque mi cerebro ha identificado inmediatamente el carácter de esta distopía. Un escenario de cambio: un cambio de valores.
El estado de alarma decretado limita nuestros movimientos: obligaciones, aficiones y hasta nuestros sentimientos quedan relegados. Afortunadamente, nos queda libre nuestro pensamiento. Un ansia de libertad que no conoce fronteras. Muchas personas están utilizando estos días para llevar a cabo lo que la rutina no les deja tiempo: leer, dibujar, escribir, soñar despierto…Es mucho lo que no podemos hacer, pero debemos pensar en todo lo que sí podemos realizar. Aunque las condiciones no sean las óptimas.
Hoy, la incertidumbre es absoluta para millones de personas con una casuística infinita. Pero el miedo es común. Porque no hay mayor temor que la desconfianza en el futuro inmediato. Nos encontramos en la antesala del caos, tanto para pequeñas PYMES y autónomos, como para trabajadores precarios o grandes empresas. Un naufragio en un océano de dudas, en el que sobrevivirán los que dispongan de mayores recursos. Los salvavidas enviados por el gobierno seguramente no sean suficientes, pero debemos mantener la calma y tener esperanza. Todos. Cada persona. A pesar los miedos individuales. Con nuestras circunstancias únicas e irrepetibles. Precisamente porque todo eso que nos diferencia es lo nos enriquece. Unidos en la distancia: este es el momento perfecto para volcarse en la empatía y la solidaridad. El triunfo de la sociedad frente a la adversidad, ya que apoyarnos los unos a los otros nos permitirá ver con claridad (una vez concluya esta pesadilla) el principio que nos guía: vivir para ser felices.
La vida es en sí misma una lucha diaria por la supervivencia. A pesar de ello, cualquier pérdida humana es dolorosa. Por ello, la peor consecuencia inmediata del coronavirus es la muerte de decenas de miles de personas a nivel mundial; pacientes que tras sufrir el contagio no han podido superar la enfermedad. Una terrible iniquidad que cuando nos toca tan de cerca, duele más. Mucho más. Sin embargo, la muerte es un cambio de estado al que no debemos temer, pero en el que en ocasiones es inevitable no pensar. Nos aterra lo desconocido, como antes mencionaba. Pero debemos recordar que la oscuridad es necesaria para dar sentido a la luz. Y el sufrimiento, confiere el valor justo al bienestar. Recordemos que sin cambio no hay mariposa.
La vida es efímera, y el COVID-19 pronto pasará a formar parte del pasado. Pero como en todos los acontecimientos que han marcado la historia debe enseñarnos una lección. Una especie de moraleja que dé sentido a esta pandemia. Como señalaba el cuento de El principito, “lo esencial es invisible a los ojos”. Ojalá cuando pronto volvamos a compartir un café con un amigo o familiar en cualquier terraza de nuestro país podamos mirarle a los ojos y sentirnos verdaderamente afortunados. Por tenerlo y por tener tantas y tantas razones por la que seguir viviendo. Ahora más que nunca resulta imprescindible vivir con proyectos de futuro y pesar que lo mejor está por llegar.
Cada uno es libre de sacar la propia conclusión de esta pesadilla, que por supuesto tiene su cara buena. A veces es necesario que la vida se rompa en mil pedazos, y en el momento de recogerlos sepamos elegir cuáles dejar en el suelo abandonados. En un futuro próximo deberíamos aprender a minimizar las diferencias que nos separan y pensar más en lo que nos une. Antes de actuar. Porque ninguno somos señores de la tierra que pisamos ni dueños del destino. Sigamos caminando y ayudemos a hacer del mundo un lugar mejor.