Lo confieso: estoy enamorado del ángulo agudo. Os juro que no ha sido nada premeditado, pero ha sucedido. No sabría decir muy bien desde cuándo, pero la realidad es ésa. Una ecuación compleja, que finalmente se ha resuelto al despejarse la incertidumbre estilística. Quizás ha sido una cuestión de azar, pero yo no creo en las casualidades y sí en el destino. Y ahora que se acerca el día de los enamorados, he decidido hacerlo público.
Han sido muchos años de silencio cómplice, ciegos en palabras pero unidos a través del trazo de mi lápiz sobre el papel desnudo, donde mis bocetos eran nuestro alfabeto secreto. Una comunicación que se prolongaba a través del tacto de mis dedos sobre las páginas de las monografías más transgresoras. Y así, poco a poco, la distancia entre la falta de criterio y el estilo propio fueron disminuyendo hasta cero. Todo comenzó con miradas fugaces a través de las revistas de “el croquis”, “Arquitectura Viva” y otras monografías. Un tiempo en que se observaba su impactante personalidad al visualizar unos pequeños centímetros de papel satinado. Visto desde el prisma del presente, la perspectiva resulta inexorable. Quizás pude pararlo la primeras veces que nuestras vidas se cruzaron, pero… ¿cómo se detienen los sentimientos? Espero que mi mujer (que es deconstructivista) lo comprenda.
Nuestra relación de amistad se remonta muchos años atrás. Pero sin darnos cuenta, cada vez coincidíamos más, o tal vez hacíamos más por vernos. Me dejé llevar, es cierto. Me pudieron los sentidos. Y sobre todo, el corazón. Porque a diez páginas de distancia ascendía a tres metros sobre el cielo. Yo todavía no era arquitecto. El caso es que abría un libro recién llegado a la biblioteca de la escuela y allí estaba. Cogía el último número de mi revista de arquitectura favorita y de nuevo se cruzaba ante mis ojos. En aquel momento, todo parecía normal. Un sexo efímero, sin compromisos. Impulsivo, salvaje, que desataba mi pasión más oculta. Tras esos encuentros fugaces, cada uno seguía con la línea de su vida. Recuerdo las primeras veces que nuestros ojos se cruzaron. En apariencia inofensiva. Aparecían en los libros que yo consultaba inocentemente: Carme Pinós y Enric Miralles (DEP), Daniel Libeskind, Zaha Hadid… Las imágenes se suceden en mi cabeza con absoluta nitidez como si aquellas obras hubieran tenido la capacidad de detener el tiempo.
Sucedió justo en una época en la que mi corazón estaba tranquilo, tras varias relaciones sin importancia con algunos de los arquitectos más célebres del momento. Mi primera relación fue con el minimalismo que inundaba infinidad de blancos volúmenes acariciados por la luz: Richard Meier, Campo Baeza…. En realidad, fue un nexo estéril que no llegó ni a noviazgo, porque los sentimientos desaparecieron como el rocío lo hace al amanecer. Era un momento en el que me encontraba perdido en el bosque del postmodernismo donde los profesores de proyectos nos habían abandonado. Hasta que llegó “él”. Mi primer amor. Fue Rem Koolhaas. Flechazo a primera vista. La fuerza de sus primeras obras me cautivó: el Educatorium de Utrecht, El Khunstal de Róterdam…Inefable. Su mirada penetrante, la sutileza de los detalles y sus innovadoras ideas convirtieron su figura en un icono cautivador. Guardo muy buenos recuerdos de aquella época y hoy día mantenemos una buena relación, a pesar de que Rem nunca volvió a ser el mismo.
Los años pasaban y, sin saberlo, me adentraba en mi etapa de madurez. La creatividad fluía desde mi interior en busca de mi propio estilo. Mis trazos sobre el papel en blanco evocaban la figura del ángulo agudo, como si su presencia inundara todos mis pensamientos. La estación de bomberos de Vitra en Weil am Rheim (obra de una ignota Zaha Hadid -DEP- que por cierto, pronto abandonaría el ángulo agudo para enamorarse locamente de las curvas sinuosas) y El Museo de Arte Judío de Berlin fueron el detonante que marcó un punto de no retorno. Porque fue justo ahí donde saltó la chispa y comencé a hacer acrobacias con la realidad de mis proyectos. Un encuentro que se repitió las semanas posteriores y que sirvió para fortalecer cada vez más mi pasión por él. Y mientras sus ligeros biseles me acariciaban con el tacto, eran mis ojos los que besaban su profunda mirada. Su belleza oculta me arrastraba irremediablemente a su interior, y en ese momento sentí que cauce y caudal fluían por el mismo camino.
El ángulo agudo se pasea siempre con su aire de sofisticación y su toque de insultante altanería. Es vigoroso, enérgico y contumaz. Suele vestir con una intrépida estructura en voladizo y zapatos de hormigón armado. Su mirada desafiante y seductora emerge desde un cuerpo lejano. Un misterioso espacio oculto tras enormes ventanales donde en realidad se esconde una noble personalidad. Disfruta de una vida a todo color, frente a la aburrida existencia en blanco y negro del ángulo recto. Su afilado cuerpo provoca la envidia de multitud de cuerpos “pesados” que desconocen el secreto de su estilizada figura. La rotundidad de sus finas líneas forma una coreografía de tiempo. Estilizadas agujas que danzan alrededor de nuestras vidas traspasando la frontera de la lógica. Un movimiento que obliga a reajustar los latidos del espacio que habitamos y nos invita a reflexionar sobre el futuro que deseamos acariciar.
Me vuelven loco las aristas del ángulo agudo. Saber que sus sueños caminan por una línea recta sin perderse en rodeos de excusas vacías. Pensar en él acelera el ritmo de mi entusiasta corazón. El encuentro de sus picos al aterrizar con la frontera ortogonal imperante que lo domina todo genera espacios intersticiales de gran magnetismo. Su forma de enmarcar la realidad señalando aquello que no le gusta, con una lengua afilada que realiza comentarios sutiles desde la arista de la experiencia. Es increíble su firmeza en la toma de decisiones, frente a otros ángulos que no acaban de decidirse. Y sobre todo, dominados por el mainstreaming: la ortogonalidad. En realidad, escapar del ángulo recto es un acto de rebeldía pero también de valentía. Por la dificultad que supone conjugar su puntiagudo verbo, y sabiendo que una vez que comienzas a navegar por su arriesgada geometría, de cantos vivos y delgadas puntas, puedes quedar atrapado en un proyecto inconsistente y morir perdido en el tiempo. Su aparente introversión en realidad alberga un ángulo abierto hasta el infinito donde tiene cabida todo aquello digno de ser recordado.
El ángulo agudo me ha enamorado y se ha convertido en el centro de mi estilo arquitectónico. Me envuelve de felicidad y desbordante satisfacción. Sí, lo digo sin miedo: él guía el rumbo de mis pasos. Su ausencia provocaría un gran vacío en mis proyectos. Una forma de entender el mundo que contagia todo lo que encuentra a su paso como el virus SARS-COV 19 pero sin causar ningún daño personal. Y que por supuesto va acompañado de una teoría de arquitectura que actúa como cimentación de todas mis decisiones.
La arquitectura es como el amor: no se busca, te encuentra. Y te elige ella a ti, no tú a ella. Es muy exigente, y por eso es muy importante ser cada día detallista y atento con ella. Escuchando sus inquietudes y sabiendo dar respuesta a sus necesidades en cada momento. El ángulo agudo refleja el movimiento detenido en el tiempo que configura la base de mi estilo. Una inclinación perspicaz que permite descubrir la frontera entre lo posible y lo imposible. Nadie mejor que él refleja hasta el infinito la fuerza necesaria que debe tener un proyecto para reflejar el modelo de vida actual y futura. Una loable cualidad que lo transforma en adalid del espacio atemporal, permitiendo valorar los éxitos alcanzados: materiales e inmateriales. Así es la arquitectura. Espectacular. Original. Creativa. Sensual. Inclusiva. Versátil. Increíble. Humana. Apasionante. Sin duda, un amor por el que merece la pena luchar. Je t’aime !