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el proyecto de toda una vida…

En 2022 hemos llegado a ser 8.000 millones de seres humanos sobre la faz de la Tierra. Una cifra muy alta pero asumible, si los recursos naturales y económicos se repartieran equitativamente. Una circunstancia que no se va a producir debido al origen de todos los males: el egoísmo individual.

La pandemia de COVID-19 no nos ha enseñado nada. Y 365 días después, nos encontramos como al principio.

Estrenamos año. Una forma de compartimentar una variable (el tiempo) que jamás lograremos dominar. Cambia un dígito pero no los retos a los que nos enfrentamos. Y no me refiero a los climáticos.

La guerra en Ucrania ha costado a la Unión Europea más de 100.000 millones de euros, que ha abierto sus puertas a miles de refugiados en un hecho sin precedentes. No hay jornada sin referencia a este conflicto en los medios de comunicación, en un claro agravio comparativo frente a Yemen, Etiopía, Congo, Siria o Sahel (Malí).

Todas las muertes son estériles. Y yo me pregunto: ¿a quién le interesan los conflictos? ¿Por qué continúan las guerras? ¿De dónde sale todo el dinero necesario para mantenerlas “vivas”? ¿Acaso somos conscientes de sus gravísimas consecuencias: familias destrozadas, niños sin futuro, hogares destruidos, refugiados desolados, personas abatidas, etc? Y la más difícil: ¿cómo hacer creer al ser humano en el ser humano? Por todo ello, es evidente la necesidad de cambio: a escala individual, local, regional, institucional, nacional y mundial.

Nos enseñan que “Donde hay una voluntad, existe un camino”. Y aunque parezca algo obvio no siempre resulta sencillo cambiar. La posibilidad está en tu mano. Pero para hacerlo, primero debemos querer. Sucede en todos los ámbitos de la vida y en cualquier circunstancia. Las excusas son múltiples. “No me apetece”, diría un proyecto de adulto perteneciente a la generación Z.

Cambiamos porque vivimos; pero esas pequeñas variaciones inherentes a nuestras existencias no nos asustan. Lo que verdaderamente nos provoca pavor es lo nuevo. Los retos. Las consecuencias de afrontar lo desconocido. Aunque la historia nos ha enseñado cientos de veces que arriesgar es el descubrimiento de nuevos territorios que mejoran la vida de las personas. Un acto que no siempre implica adentrarnos en ignotos escenarios, sino mirar con ojos nuevos nuestro entorno (como nos indicó el célebre Marcel Proust).

La arquitectura no ha sido una excepción. El primer ejemplo que me viene a la cabeza es el de la casa Milà de Antoni Gaudí. Las ignorantes voces que se burlaban de la acumulación de rocas en pleno corazón de Barcelona a principios del siglo XX, en plena revolución industrial, afortunadamente no detuvieron el intrépido espíritu de su creador. O las denuncias de los vecinos indignados por lo que un desconocido Frank Gehry había decidido hacer con su recién adquirida vivienda: ampliar su anodina casa a base de materiales baratos y dar el paso, por fin, para poner en práctica todos esos conceptos transgresores que rodaban en su cabeza desde hacía años. Corría el año 1977, y trasladar conceptos de otras disciplinas a la arquitectura le costó la enemistad de su vecindario. Un precio barato, porque supuso el nacimiento del deconstructivismo y el lanzamiento de su carrera hasta nuestros días. Los casos similares son muy numerosos, especialmente en el campo artístico. Esto no significa que cualquier propuesta atrevida o rompedora deba ser aceptada como válida, pero sí debemos escuchar en nuestro interior la validez objetiva de los nuevos conceptos.

A lo largo de 2023 quiero desarrollar diversos conceptos y tipologías edificatorias en las que llevo trabajando varios meses, y que proponen nuevas formas de entender la arquitectura en el contexto actual. Porque más allá del desgastado concepto de “sostenibilidad”, el arquitecto debe tener la capacidad de interconexionar todos los aspectos que afectan al ser humano en el siglo XXI. Por ello, es necesario dejar de acariciar ideas abstractas y concretar soluciones arquitectónicas que mejoren el mundo y, sobre todo, a las personas.

No me canso de decir que el bien más preciado del ser humano es la vida. Por ello, aprovechémosla. Para hacer el bien. Para mezclarnos. Para respetarnos. Porque el mundo es la casa común que compartimos y hacer el bien nos hace más felices.

Más allá de dominar la inflación, de controlar la crisis energética, reducir la tensión geopolítica internacional y replantearnos la globalización es preciso repensar nuestro modelo de sociedad desde el propio individuo. Más allá de “cisnes negros” nos encontramos ante “rinocerontes grises”. Un elefante en la habitación. Abramos los ojos. No necesitamos balas, odio o indiferencia. Precisamos tolerancia, solidaridad y amor, mucho amor. Materiales intangibles pero que pueden construir la edificación más sólida jamás conocida: una sociedad justa.

Sin cambios no hay mariposa.

¡Feliz 2023!