Cambian los tiempos. Y las parejas. Los sentimientos. Las personas. El trabajo. Los amigos. La familia. Los intereses. Las condiciones económicas. Las aficiones. La carrera universitaria. La situación política o económica del país. Se produce el fallecimiento de un ser querido. Nos sorprende la erupción de un volcán, una pandemia mundial, un incendio en nuestra localidad o edificio… hasta la construcción de una línea de metro (por ejemplo la línea 7B a su paso por San Fernando de Henares, Madrid). Incluso el clima. Sí, el clima también está mutando. ¿Os suena? Porque en las próximas décadas va a generar migraciones masivas.
Cualquiera de los motivos anteriormente citados puede provocar un cambio de vivienda. Individual o colectivamente. Una situación que según algunos estudios genera un importante nivel de estrés a la mayoría de las personas que se ven abocadas a vivirla, independientemente del motivo que lo provoque. Básicamente por la incertidumbre que implica. Un salto al vacío que mezcla dosis de esperanza ante una vida mejor con el miedo al temido fracaso. Una paradoja en el mundo actual, en el que tomamos decenas de decisiones cada día y en el que el error nos forja y transforma en las personas que somos.
Hacer una mudanza es enfrentarse a los fantasmas del pasado. Y sin duda, una tarea engorrosa para cualquiera de los mortales. Antes de emprenderla es imposible vaticinar la ingente cantidad de objetos, ropa, recuerdos y enseres de todo tipo que hemos acumulado en los últimos años. Por muchas mudanzas que hayamos hecho, cualquier previsión se quedará corta siempre. ¿Por qué nos cuesta tanto desprendernos de nuestras cosas? ¡Incluso de los apuntes de la carrera! O la foto de ese/esa ex con el que acabamos tan mal… Pues precisamente por eso: porque son nuestras. Forman parte de nosotros. Y los objetos que poseemos hablan de nosotros. De lo fuimos y de lo que somos. Son parte indisoluble de nuestra alma, y aunque se trate solo de “materia” en realidad están relacionados con nuestro interior, con lo intangible, con lo inmaterial.
Sí, en esta vida nada es eterno. Todo es efímero como la germinación de una flor silvestre, el instante exacto en el que amanece el día o el brillo de una estrella fugaz. También nuestra vida. Y nuestro hogar. Porque sí algo hemos aprendido es que todo es relativo. La existencia del ser humano es como los brillos de un vestido de lentejuelas que envuelve una bailarina bajo el sol más implacable. Porque en un mundo en constante cambio, la incertidumbre es la única certeza. Y precisamente la casa que habitamos supone nuestro punto de fijación en la tierra en ese precioso viaje de duración limitada llamada vida.
Un hogar que en el último siglo ha sufrido importantes cambios. Los innovadores prototipos presentados en la Siedlung de Stuttgart (1929) ponían fin a una etapa de viviendas oscuras encerradas bajo pesados muros de carga y sin espacio para la higiene y el disfrute personal. Un modelo de vivienda que fue desarrollado por los mejores arquitectos del siglo XX: los padres de la arquitectura contemporánea y sus abnegados discípulos.
En las últimas décadas hemos asistido al nacimiento de un nuevo modelo: la vivienda menguante. Un embrión que germinó con extrema discreción, y que ha generado variantes como el cohousing. La creciente demanda de viviendas concentradas en determinadas zonas de las grandes ciudades (su zona centro o áreas con un especial valor paisajístico), junto a procesos paralelos como el vertiginoso desarrollo de viviendas turísticas ha transformado el corazón de las urbes pretéritas. Espacios de consumo donde la vivienda es un producto más dentro de la sociedad consumista que nos envuelve. Zonas tensionadas que disparan el precio de los alquileres y venta de los pisos ya construidos y, por supuesto, de las nuevas promociones previstas.
Un tsunami imparable que solo políticas agresivas de vivienda pueden servir como muro de contención. Y mientras, la forma de no asustar a los ciudadanos es la misma que se ha aplicado a las bolsas de patatas fritas: la estuplación. Ese término que se utiliza cuando se habla de incluir menos cantidad de producto y mantener el precio. Una forma de maquillar la subida real que han sufrido los inmuebles. No es un caso aislado, ni muchísimo menos, sobre todo cuando las circunstancias socioeconómicas globales provocan un significativo encarecimiento de los costes de construcción.
Precisamente uno de las principales motivaciones para decidirnos a iniciar una odiosa mudanza es la falta de espacio. Todos lo hemos escuchado muchas veces en boca de nuestros amigos y familiares. Sí. La demanda de espacio adicional en nuestras casas es una realidad, ya que los usos tradicionales conviven con otros nuevos: despacho para teletrabajo, pequeño gimnasio para hacer ejercicio, microcosmos de relajación, taller infantil, bañera de hidromasaje, sala de lectura, etc. Y todo ello junto a la creciente necesidad de espacios de almacenaje para todo tipo de objetos. Armarios vinculados a la necesidad actual de renovar cada temporada la ropa prêt-a-porter que los inunda o la adquisición de todos esos gadgets que necesitamos en función de la temporada de año: esquíes, trineos, árbol de navidad, tabla de surf, raquetas de tenis, equipo de buceo, ropa de montaña, material de acampada, bicicletas, patinetes, ropa para ocasiones especiales, etc. Aunque no debemos olvidar que “el síndrome del nido vacío” (anhelada independización de los hijos) y la jubilación producen el efecto contrario: cambio a un hogar de menores dimensiones. En estos casos prima el pragmatismo.
Sin embargo hoy quiero centrarme en los cambios de vivienda que realizamos a lo largo de nuestra vida y que pueden estar motivados por cualquiera de las circunstancias cambiantes citadas en el primer párrafo. Un cambio físico del espacio habitacional que conlleva de forma inherente un cambio emocional. Si la elección es voluntaria, las consecuencias del traslado serán fácilmente asimilables. Aunque si el cambio es forzoso, la integración en el nuevo hogar, ciudad y/o país pueden resultar demoledores para nuestra autoestima.
Las preguntas se suceden en nuestra cabeza como los actores en el cambiante escenario de un teatro recién reformado. ¿Cuánto tiempo nos costará adaptarnos? ¿Seremos felices aquí? ¿Será la vivienda definitiva? ¿Serán agradables los vecinos? ¿Echaremos de menos nuestro último hogar? En realidad, cambiar de casa es un hábito relativamente reciente. Basta con pensar en nuestros padres o abuelos. Las generaciones anteriores solían heredar las viviendas de padres a hijos e incluso convivir en el mismo espacio dos o tres generaciones de forma coetánea. Algo impensable hoy día.
Somos nómadas. Esa es la realidad. Una palabra que le encantaba al gran arquitecto Ricardo Bofill (Barcelona, 1939 2022) para autodefinirse. Pensar en ello nos ayudará enormemente en el proceso de adaptación. Yo siempre lo he tenido muy presente y he cerrado la puerta de mi última vivienda con la certeza de que se abría ante un ilusionante marco de oportunidades. Es inevitable sentirse “extraño” al principio. La colonización del “lugar” lleva un proceso. Las necesidades personales, el presupuesto disponible y nuestro propio estilo de vida definirán ese periodo de tránsito. Un océano de dudas que debemos atravesar. Con viento a favor o a la deriva. Pero siempre siendo capaz de mantener viva la esperanza en un futuro mejor. El ser humano lo lleva incorporado en su ADN, por lo que no debería ser difícil rescatarlo. Aunque por supuesto existen múltiples circunstancias que lo dificultan. Acontecimientos difíciles de superar. Aunque debemos ser fuertes y levantar la mirada hacia el futuro que nos espera.
Como escribí recientemente en el post “Arquitectura emocional 1959” el hogar es un punto de referencia al que nuestra mente regresa en todos los casos. Supone el resultado final de la búsqueda del lugar de pertenencia a este mundo. Precisamente porque la arquitectura posee esa anhelada cualidad de permanencia que el ser humano jamás poseerá. Nuestra casa es además el crisol donde confluyen nuestros recuerdos, inquietudes y sueños. Un espacio único y personal imposible de reproducir en ningún otro lugar. Nuestro refugio de paz. No existen dos hogares iguales. Aunque viviéramos mil vidas, cada persona sería capaz de reconocer la que fue su casa en cada una de esas existencias pretéritas.
Vivir es en esencia una aventura. Llena de dificultades, cambios inesperados y sufrimiento. Por ello cambiar de vivienda puede provocar inseguridad. Miedo. Tristeza. Pero la vida también podemos llenarla de esperanza, sonrisas y momentos ilusionantes. La arquitectura de calidad ayuda en ese proceso y permite transformar ese hogar en el escenario perfecto para hacer que sucedan momentos felices.