casa 33

el proyecto de toda una vida…

Avanzamos en grupo y no discernimos bien el final de nuestro trayecto. Todos conversan indistintamente y desde lejos solo se percibe un murmullo ininteligible. Brouhaha au fond. La inestabilidad de la embarcación donde nos encontramos es evidente, pero la corriente nos empuja y permite continuar por el tumultuoso río. El ruido ensordecedor de las agitadas aguas no ayuda al entendimiento. Los responsables de remar lo hacen de forma desacompasada contribuyendo al miedo y la desesperanza de la sumisa tripulación. Dirigentes que en su mayoría no se detienen a escuchar, a comprender ni a atender las inquietudes de esas minúsculas personas. Un grave error, porque en las palabras de los que sufren se halla la solución al problema.

Mientras, el ser humano, cálido y social, se acurruca junto al resto de frágiles cuerpos. Busca el calor solidario para compensar la frialdad imperante en el entorno. Yo, que visibilizo la escena desde una orilla cercana, decido apartarme y ascender hasta una atalaya improvisada para poder tener perspectiva del futuro que tenemos por delante. Una opción podría ser que el cauce por el que navegamos desembocara en un salto vertical; algo que supondría de facto el fin de la civilización. Una posibilidad nada descabellada a juzgar por lo ¨rápidos” que agitan nuestra embarcación en el tablero geopolítico mundial. Un tiempo convulso de consecuencias imprevisibles. Pero otra opción perfectamente factible sería alcanzar aguas tranquilas y pisar tierra firme. Sin duda, el deseo de la mayoría de la tripulación.

(…)

Actualmente, y en medio de ese temporal, la mayor parte de la población mundial reside en urbes de múltiples escalas; y la tendencia es claramente ascendente. Pero… ¿realmente queremos habitar en megaciudades? ¿O quizás gigaciudades? ¿Dónde está el límite al crecimiento? En la actualidad el número de urbes con más de 10 millones de habitantes son 33 a nivel mundial. Y el número continúa en aumento. Espacios inhumanos derivados del calentamiento global, la sequía y el impacto medioambiental que provocan. Nueva Delhi (India) o El Cairo (Egipto) poseen unos niveles de concentración de partículas en suspensión que favorecen todo tipo de enfermedades respiratorias. Por otro lado, se habla de las “ciudades de los 15 minutos”, mucho más verdes y saludables. Un concepto difuso y cuyo éxito real estaría basado en una innecesaria duplicidad de servicios, absolutamente inasumibles en una sociedad sostenible. En este post, intentaré daros brevemente mi punto de vista para que, como en otras ocasiones, seáis vosotros quienes reflexionéis sobre este tema.

Desde la primera revolución industrial las ciudades han supuesto un polo de atracción como espacios emergentes que ofrecen oportunidades laborales en todo tipo de sectores. Espacios proyectados en torno al vehículo privado, un obsoleto protagonista en horas bajas que hoy día ha quedado relegado a un papel secundario al entrar en escena con fuerza actores como la bicicleta y el transporte colectivo. Igualmente, caminar a 4 kilómetros por hora nos permite disfrutar de infinitas sensaciones multisensoriales (visuales, olfativas, táctiles, y auditivas) que nos perdemos al viajar aislados en el interior de un coche. Pasear es descubrir el mundo que nos rodea desde otra perspectiva, al mismo tiempo que nos permite reflexionar sobre todo aquello que nos preocupa. Una relación espacio-temporal que nos abre a un mundo de posibilidades. La escala del entorno pasa a ser completamente diferente y asistimos a la percepción de detalles a otra escala. Una velocidad que permite incluso a los espacios residuales incluirse en el paisaje urbano y llenarse de vida.

En ese sentido, China ha sido un exponente máximo que, de forma diferida ha sufrido un crecimiento urbano en tiempo récord. Una nación en la que actualmente se controla escrupulosamente el movimiento de sus ciudadanos a través de la obligación de escanear códigos QR en infinidad de lugares, un hecho que evidencia el “Gran Hermano” vigilante que todo lo controla.

Pero volviendo al tema que nos ocupa, el desaforado desarrollo urbano implica la creación de grandes avenidas que soporten el flujo de vehículos para acceder al centro, el desarrollo de nuevas infraestructuras de comunicaciones y servicios, y la aparición de nuevos barrios residenciales satélites. La concentración del consumo provoca un gran impacto medioambiental mientras las zonas rurales quedan despobladas y con una calidad de vida muy superior. Los desplazamientos generan inexorablemente pérdidas de tiempo, cansancio, irritabilidad, alteraciones del sueño, etc. Es decir, el desarrollo urbano perjudica la vida familiar y social y es en definitiva, enemigo de la felicidad. Por tanto, no deberíamos permitir que ese crecimiento alejase al ser humano de su principal objetivo en cualquier tipo de cultura y sociedad: ser feliz.

Las grandes plazas y avenidas, los barrios dormitorio, los parques periféricos, etc son enemigos de la vida urbana y conllevan la utilización de medios de transporte que los conecten entre sí. El desarrollo urbano desaforado es inversamente proporcional al deseo más íntimo de todos nosotros/as. Es todo lo contrario a los pequeños espacios intersticiales de las poblaciones rurales tradicionales. Lugares donde reina la proximidad, un factor muy eficiente y que cuida nuestro planeta sin exigirnos ningún sacrificio. Las viviendas de baja altura contribuyen a la socialización y el enriquecimiento de la vida urbana, al contrario que los edificios residenciales en altura, que aíslan a las personas de la tierra y de sus vecinos.

En este contexto, comprobamos que la peatonalización aumenta la vida pública y es una variable que se retroalimenta: cuanto más espacio se libera para las personas, más vida cobran esos espacios. Desterrar del espacio público al vehículo privado es una necesidad imperiosa. Y transformar los pavimentos duros por zonas verdes. Incluir bancos y mesas donde sentarse, leer, jugar al aire libre o compartir una barbacoa con amigos. Crear “marcos” donde sucedan “cosas” de forma espontánea. Pero siempre sugerir, no imponer. Y debe recordarse que mejorar la calidad de vida de las ciudades es mejorar la salud mental de su población.

El empleo de sencillas intervenciones permite mejorar la vida de las personas. Sin duda, las particularidades climáticas, sociales y culturales determinarán en cada lugar las soluciones a adoptar. No todo funciona por igual en un país que en otro. Pero puedo avanzar algunas ideas: crear zonas de sombra gracias a masas arbóreas de hoja caduca dispuestos estratégicamente, colocación de elementos rígidos que actúen como barrera frente a los vientos dominantes o disposición de pérgolas y porches donde “refugiarse” cuando sea necesario. Todo ello como una opción más para disfrutar del aire, del sol, de la familia, mascota o amigos en el exterior. Y además, de una forma mucho más rica y variada que la vinculada a la que debería ser opcional como el consumo en un establecimiento de hostelería o comercio.

Existe una masa crítica latente que posee unas necesidades específicas a las que debemos dar respuesta. Los dirigentes y urbanistas hablan siempre de actuar sobre el espacio urbano, pero nadie se atreve a señalar que la principal intervención debe realizarse en otro ámbito: la educación. La tolerancia y el respeto entre las personas y con el medio ambiente es fundamental para alcanzar un futuro más igualitario y mejor para todos/as. Todo ello aderezado con una pizca de civismo y unas gotitas de ética. Concienciar de la importancia del sentimiento de solidaridad colectiva. Pero no hacerlo de forma gratuita, por supuesto. Evidentemente hablo de un escenario utópico, especialmente en la era actual y en las grandes ciudades.

En cualquier caso, la pertenencia a un grupo implica colaboración. Y la convivencia conlleva alcanzar un equilibrio entre derechos y obligaciones. Porque precisamente una convivencia basada en el respeto conforma la cimentación de la sociedad del futuro. Todo lo que se construya sin disponer de dicha base de sustentación podrá colapsar en cualquier momento. Planificar espacios no urbanos que resulten atractivos para las personas (sobre todo para las que disponen de menos recursos económicos) permitirá revertir la curva de crecimiento demográfico imparable en las ciudades. Personas que, por otro lado, mientras permanezcan allí requerirán una mejora de su calidad de vida.

El destierro del conocido rapero magrebí “Morad” de su barrio de L’Hospitalet de Llobregat (Barcelona) no es ninguna solución, pero remarca la necesidad de vivir con arreglo a unas normas básicas de convivencia. La película francesa “Atenea” proyecta de forma extrema el descontento de las personas que comparten su vida en una hipotética banlieue parisina del futuro. Tensiones que impiden llevar una vida “normal”, demasiadas veces promovidas desde la política para fomentar la fractura social. La derecha y la izquierda son conceptos anquilosados, el independentismo solo conduce a un callejón sin salida, el odio sistemático por el diferente es absurdo y en definitiva, este tipo de ideas deberían desaparecer de la sociedad del futuro. La solución es el entendimiento, que pasa por escuchar sin imponer.

Pero no hace falta ver este tipo de historias cinematográficas y viajar en el tiempo. Hoy mismo miles de personas del Este de Europa han convertido en su hogar oscuros túneles, sucios sótanos y lúgubres búnkeres. Viejos refugios nucleares de la época soviética a los que la luz natural ansía acariciar. En cualquier ciudad de Ucrania, las humedades, el óxido y las grietas decoran las paredes de unos improvisados campamentos urbanos. Mazmorras desvencijadas incapaces de soportar un eventual ataque nuclear que por momentos se torna inminente. Entre la penumbra el paisaje que se vislumbra es desolador.

Decenas de cajas de cartón hacen las veces de mesas que sustentan algunos libros antiguos y objetos diversos, mientras la humedad imperante amenaza con hacerlas colapsar. Paralelepípedos vacíos como la vida de sus propietarios, que se disponen en desvencijados colchones dispersos por los andenes sorteando los insolentes charcos. Una débil bombilla ilumina la escena mientras una joven con la mirada perdida se pregunta cómo ha llegado allí. Añora su trabajo de profesora en una escuela infantil; sufre por no saber si sus inocentes alumnos seguirán vivos y medita por qué nadie le enseñó a ella a prepararse para una situación como esa. Sin duda, se trata de un atrezo perfecto para una película de terror.

Mientras, en el exterior la tierra se convierte en un desierto de esqueletos de hormigón y acero, escenarios pretéritos de recuerdos. ¿Acaso esto es vida urbana? ¿Es esta la ciudad del futuro que queremos? Cuando tu ciudad ni siquiera es un lugar seguro para pasear, todo lo demás se convierte en secundario.

El futuro de la sociedad depende de muchos factores, y posee a la vez innumerables peligros al acecho. Es obligación de todos/as crear el cauce adecuado para que la vida fluya. De forma individual y pormenorizada.

El mundo que habitamos posee demasiadas sombras, y la codicia de unos pocos determina la vida de la mayoría de las personas. Porque la globalización es uno de esos peligros que implica la concentración de poder en manos de grandes multinacionales; empresas todopoderosas que saben demasiado de todos y cada uno de nosotros. Al igual que la creciente cleptocracia y los estados mafiosos, el vértice más alto de la corrupción. Desafíos a la democracia que pone en peligro nuestra libertad individual y colectiva. Y que implica el aumento de la desigualdad social, creando personas de primera y de segunda clase. No hemos aprendido nada a lo largo de la historia: judíos para crueles nazis, temporeros magrebíes para egoístas terratenientes o esclavas sexuales para asquerosos clientes sin escrúpulos.

Las grandes ciudades son una cicatriz en la epidermis de un planeta que se ahoga, y es preciso descomponer esas grandes aglomeraciones en fragmentos de menor dimensión. Evidentemente, mucho más respetuosos con el medio ambiente. A la vez, es necesario introducir la naturaleza en esas grandes zonas duras para equilibrar el balance medioambiental.

La tierra en su conjunto es un espacio que precisa del entendimiento de los seres humanos que lo comparten. No hay cabida para las guerras ni cualquier tipo de violencia. Y tras la pandemia del coronavirus, desgraciadamente, los índices del odio han aumentado en todo el mundo. Mientras existan millones de refugiados hacinados en campamentos y otros tantos viviendo en chabolas sin agua ni electricidad no deberíamos ponernos a planificar la mejora de las ciudades del primer mundo. Me parece algo muy egoísta. Decir que no podemos hacer nada por los demás es la forma más sencilla de acallar nuestra conciencia. Meditemos. Hace falta una solución global, y no solo a nivel climático. La sociedad del futuro puede convertirse en un gigante con los pies de barro.

Os recomiendo ver el documental “Nous tous” de Pierre Pirard. Un título (“Todos nosotros”) que abre una puerta a la esperanza, y cuyo potencial semántico fue incluso utilizado por Emmanuelle Macron en las elecciones presidenciales de abril de 2022. Este mediometraje lanza un optimista mensaje basado en la convivencia. En la aceptación del otro, del diferente. Con sus virtudes y sus defectos. Una alternativa cimentada en el diálogo, en la diversidad, en aprender del otro, en compartir, en adoptar, en reunir, en perdonar, en incluir, sin miedo, sin prejuicios. Más allá de las religiones, culturas o creencias. Todos/as estamos en el mismo barco. Por ello, políticas como las de Dinamarca para el traslado de ciudadanos “no occidentales” en algunos barrios de varias ciudades del país no son precisamente adecuadas. Debemos erradicar el odio. También el hambre. Alejarnos del tremendismo e incentivar lo positivo de cada uno. Los retos son muchos. Porque la emergencia climática es prioritaria en un futuro próximo, pero más aún lo es evitar hoy la muerte de millones de personas en el mundo.Porque no solo asciende el nivel del agua, sino también el nivel del odio.

La toma de conciencia de la realidad es el primer paso para ponernos a remar en la misma dirección y evitar la caída de nuestra embarcación por la gélida cascada que se vislumbra en la lejanía. La cumbre que se celebra estos días en Sharm el Sheij no puede volver a quedar en papel mojado. Y es necesaria la implicación de los países que más gases de efecto invernadero producen. Y precisamente China y Rusia (dos de las naciones más contaminantes) no están presentes. Ciudades sí: pero más pequeñas, más verdes y sobre todo, más humanas. Solo así podremos garantizar la permanencia del ser humano sobre la Tierra. Nuestro destino nos pertenece. Todos juntos. Tous ensemble.