El orden está sobrevalorado. O al menos lo ha estado históricamente, en base a la visión platónica del mundo. Igualmente que lo está la simetría, la ortogonalidad, la proporción, el módulo, la retícula y tantos otros principios que nos “han ayudado” a lo largo del tiempo a comprender el mundo y a organizarlo. Es lógico. La búsqueda de la armonía, de la belleza eterna es una utopía perseguida por el ser humano desde el principio de la civilización. Griegos y romanos establecieron un total de cinco órdenes clásicos cuya estela (pasando por el Renacimiento) alcanza la arquitectura clásica de nuestros días. Hablo de la postmodenidad del norteamericano Robert Ventury + Denise Scott Brown -injustamente excluida del Prizker del primero-, Robert A.M. Stern, Michael Graves, Ricardo Bofill, Rob Krier, Hans Hollein, James Stirling, etc. Desgraciadamente, la lista de arquitectos de esta tendencia es muy extensa.
El orden es una invención humana que no existe en la naturaleza, paradójicamente nuestra principal fuente de inspiración. Es una forma de concebir la arquitectura a través de un elemento “ordenador” que se repite sin ser necesariamente estructural. El arquitecto romano Marco Vitrubio (siglo I a.C.) diseccionó con detalle este pensamiento en su tratado “De architectura”, compuesto por diez libros y cuya influencia ha sido inmensa. Mención especial merece el arquitecto italiano Andrea Palladio, quien aplicó los principios clásicos a la arquitectura civil y residencial, creando su propio estilo: el palladianismo. El extremo diagonalmente opuesto lo ocupa el arquitecto austríaco Adolf Loos, primer insumiso confeso del ornamento y germen del incipiente movimiento moderno internacional.
Pero volvamos al tema central: la configuración externa (o interna) de un edificio en base al orden: es decir, su “forma” según unas rígidas reglas. Un concepto que centró numerosos debates entre los filósofos clásicos y por supuesto, entre los arquitectos contemporáneos a través de la dicotomía forma y función. Debe señalarse que en todos los casos existe un elemento común del que parten todas las teorías: las matemáticas y la proporción del cuerpo humano. Porque precisamente estas han jugado un papel fundamental (serie de Fibonacci, proporción aurea, el modulor de Le Corbusier, etc) en un intento de controlar la colonización del espacio. Principios que en la actualidad han quedado completamente obsoletos y que nos invitan a pensar en un futuro incierto, impredecible, inabarcable e incontrolable. La repetitividad nos cansa, aunque la belleza de clásicos edificios como el Partenón o el Coliseo nos causen justificadamente un sinfín de vibrantes emociones. En el diseño a gran escala (ciudad), la superposición de edificios “diferentes” en color, composición o proporciones genera un resultado muchísimo más rico e interesante. Me viene a la cabeza localidades como Sidi Bou Said (Túnez), frentes fluviales en Ámsterdam o centros históricos como el de Oporto o las Kasbah árabes, por poner algunos ejemplos. En caso contrario, se genera un “espacio negativo”, que es el término utilizado en fotografía para definir el fondo neutro que provoca al ojo humano la repetitividad construida. Espacios sin interés, homogéneos, donde nada destaca en medio de la mediocridad.
El ser humano apareció sobre la faz de la tierra como un bebé al abrir los ojos tras nacer. Muchos millones de años después continúa en pañales, y no me refiero a que no haya aprendido nada de los errores del pasado que se llevaron millones de vidas en incomprensibles guerras estériles. En realidad hago referencia a que el misterioso orden mundial no se encuentra en el equilibrio geoestratégico entre potencias que actualmente se disputa, sino en el enorme potencial que aún se encuentra por descubrir. ¿Respecto a nuestras capacidades intelectuales? Sin duda. Pero también en la difícil comprensión de los hechos que se producen sin aparente relación entre sí, pero que en realidad están directamente relacionados. Que desconozcamos un hecho no significa que no se haya producido. Que no se esté produciendo. Seguro que se te ocurren infinidad de ejemplos. Pues la vida, ese regalo de tiempo que tenemos, no es sino un equilibrio de fuerzas en movimiento que afectan a todos los seres vivos y al espacio que habitamos. Un ente donde el orden o la modulación no tienen cabida. Al menos a gran escala.
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Como decía al principio, el ser humano ha buscado siempre referencias para guiarse en el espacio. Y en el tiempo. Primero a través de algo tan básico como la trayectoria del sol; posteriormente, con sistemas mucho más sofisticados que cualquier móvil “inteligente” hoy incluye. Para poder llevar un control de los excedentes en la agricultura surgió la escritura. Con su alfabeto. Y la numeración. ¡Qué seríamos sin los números! Numerar nos encanta; saber que después del seis va el siete, y que después del noventa y nueve nos espera el cien. Las páginas de cualquier libro, los portales de los edificios en nuestras ciudades, los días hasta volver a reencontrarnos con nuestro amor, las habitaciones de un hotel, los asientos de un cine, las cubiertas de un transatlántico… los ejemplos son infinitos. La adopción del sistema métrico decimal no solo nos ha facilitado la existencia, sino que nos permite referenciar los elementos que componen la arquitectura. Fundamental. Un sistema de medidas que el arquitecto alemán Ernst Neufert utilizó para recoger en un libro (“Arte de proyectar en arquitectura”) las principales medidas en todo tipo de espacios arquitectónicos. Un clásico.
Poder contar acota la información que nos rodea. “Me quedan 25 páginas”, “La reunión comienza en 10 minutos”, “Me faltan 90 kilómetros”, “La Plaza de San Pedro de El Vaticano tiene 284 columnas” o “La villa Savoye posee 3 plantas”. Actualmente, vivimos inmersos en un océano de información absolutamente inabarcable. En este caso, nuestras aficiones delimitan el acceso a la misma. Nuestro cerebro es incapaz de asimilar esa información infinita. Y una vez seleccionado, debemos recurrir al “orden” de toda ella.
En arquitectura, el orden ha regido el desarrollo de todos los estilos arquitectónicos. El formalismo y el funcionalismo han sido la base para el desarrollo de todo tipo de teorías. Incluso en los más innovadores (Antoni Gaudí, Le Corbusier, etc) y transgresores (Peter Eisenman, Frank. O. Gehry, Zaha Hadid, Daniel Libeskind, etc). Únicamente el deconstructivismo se ha apartado del orden dominante para buscar el equilibrio en la descomposición de los elementos. Un equivalente al cubismo de Pablo Picasso, Juan Gris y George Braque.
Desde mi punto de vista debemos escuchar con mayor atención al entorno, de forma que el proyecto refleje las particularidades del lugar. No me gusta la expresión romana “genius loci”, pero sí el concepto al que apela: las fuerzas de la naturaleza presentes en el lugar. La solución siempre es parte inherente del problema, sin tener que recurrir a recursos estilísticos repetitivos. La composición de un alzado o de una planta debe surgir de las emociones más profundas que habitan en el corazón del arquitecto. Los ejemplos de personalización e individualización de cada elemento construido son variados: desde edificios como “8 tallet” en Copenhague (BIG) a los edificios de Carme Pinòs, donde las plantas siempre carecen de continuidad entre los diferentes niveles. En el horizonte, la convicción natural de que el único nexo común es la incertidumbre. Sin olvidar que todo en esta vida es efímero… y el estilo personal, único.
El origen del mundo surge de la teoría del “bing-bang” según las tesis de pensamiento predominante. Es decir, del caos. En la actualidad, nuestro ritmo de vida es vertiginoso. Lo nuevo queda inmediatamente obsoleto y la aceleración compulsiva que nos rodea nos impide ver con claridad la velocidad que domina nuestra existencia. Pretender que la arquitectura sea ajena a todo ello es un auténtico error. Y obviar la necesidad de un nuevo modelo creativo acorde al tiempo que vivimos en sin duda una falta de sensibilidad imperdonable.
El universo que habitamos es un conjunto de fuerzas en equilibrio; y no hay necesidad de orden. La naturaleza es desorden en estado puro y al mismo tiempo alcanza inexplicablemente un equilibrio natural. Por ello, no necesitamos que la arquitectura sea ordenada y fácilmente inteligible para alcanzar el equilibrio y la serenidad en tiempos convulsos, sino que los edificios pueden alcanzar el equilibrio sin necesidad de orden. Tal y como lo hace la naturaleza: de una forma inconsciente, no programada. ¿La pintura respeta reglas? Ninguna. Y a la arquitectura solo podemos pedirle que sea amable, con todo lo que ello conlleva: que sea respetuosa con el medio ambiente y que las personas dispongan de un entorno agradable mientras disfrutan de su paso por la tierra.
Amabilidad y desorden no parecen que sean muy compatibles en un principio, pero los mayores aciertos surgen de las apuestas más arriesgadas. De otra forma nunca hubiéramos “descubierto” el fuego, América o la luna. Cada época tiene un desafío, y la evolución requiere asumir nuevos retos. La guerra, la desconfianza en el nuevo orden mundial y la desigualdad son el momento adecuado para replantearse el orden establecido. A todos los niveles. No se trata de cuestionar el liderazgo (o tal vez sí), sino de dar respuesta a las necesidades reales de las personas. La sostenibilidad es básica, pero la arquitectura del “futuro” debe mirar hacia el “futuro”. El orden y la simetría son aburridos, y la vida demasiado corta. Así que resulta mucho más aconsejable divertirse. Bienvenido al desorden en equilibrio.