El título de este post es un guiño al libro que escribió Robert Venturi, y no precisamente porque me guste su discurso ni su obra. Todo lo contrario. Pero he hecho este juego de palabras para recordar la importancia de aprender de los errores: en arquitectura y en general, en la sociedad.
La crisis que han sufrido recientemente algunos países europeos como el nuestro y de la que todavía solo han empezado a despertar, ha puesto de manifiesto grandes errores de comportamiento. El cambio de ciclo en la economía (muy vinculado a la construcción, en nuestro caso) ha dejado en evidencia la innecesaria inversión en carreteras vacías, aeropuertos sin aviones y equipamientos insostenibles. Pero la resaca de ese sueño megalómano, lejos de cambiarnos, apenas ha servido para hacer una breve reflexión que enseguida olvidaremos. Y ese es el comienzo de un nuevo error.
Porque las decisiones no solo se toman en las altas esferas. El poder del dinero y la necesidad de que la industria se autoalimente termina generando un monstruo que se auto-fagocita. La obsesión por la propiedad inmobiliaria, la fiebre materialista y el poder de la imagen que nos transmiten los medios de comunicación nos empujan al consumismo desaforado. Y desgraciadamente, esto es algo que no parece haberse visto reducido, al menos no por mucho tiempo.
El diseño y la arquitectura por supuesto no son ajenos a ese fenómeno social que nos envuelve. La red nos permite comprar, comprar, comprar. Objetos que no utilizaremos, viviendas que no habitaremos. Solo tenemos una vida, pero parece que queremos vivir muchas a la vez. El aumento de la esperanza de vida y la mejora de la calidad de vida en el primer mundo favorecen este nuevo espíritu.
La arquitectura es el resultado de una meditada reflexión, y siempre lo será por su propio bien. La calidad no es solo fruto de una intuición, sino que el talento debe ir acompañado de un arduo trabajo de depuración y concreción de ideas. Pero la arquitectura, asociada al individuo y al pensamiento de su época (como bien la definió Mies Van der Rohe) se encuentra atrapada entre dos estados: el presente y el futuro. Vivimos en las postrimerías de la era analógica, y a las puertas de un nuevo mundo digital. Desaparecen oficios, lugares, objetos y costumbres. Y aparecen otros nuevos. La bicicleta plegable y la sudadera ADIDAS sustituyen al traje ARMANI en la nueva carrera urbana por alcanzar la riqueza. El motor de esta vertiginosa revolución silenciosa es sin duda el avance de la tecnología: un ejército de chips invisibles que colonizan el aire y nos inoculan el virus de la “tecnocracia”.
Los recursos y el planeta no son infinitos, como por fin ha quedado claro en la Cumbre del Clima de Paris.
Precisamente la arquitectura habla de nosotros mismos, de la sociedad, de su comportamiento y del momento en el que se encuentra. Hoy más que nunca debe jugar un papel de encuentro de individuos para garantizar la relación entre semejantes. La comunicación verbal, el contacto físico debe prevalecer por encima de las pantallas de plasma. El individuo es un ser social que necesita de espacios de interacción. De almacenamiento. De vida.
Asistimos al comienzo de un nuevo marco de relación con nuestro entorno (el virtual) pero seguimos necesitando espacio físico (hasta hace poco, el único que existía). Necesitamos guardar todo ese “atrezzo” que utilizamos en los múltiples papeles que desempeñamos: esquiador, ciclista, rock star, buceador, cocinero, turista, fashion victim, montañero, fotógrafo, carpintero, coleccionista de outfits, mecánico,…
El presente es tan fugaz que se convierte en pasado en un instante. Las noticias atraviesan el papel a la velocidad de la luz y se difunden por las redes sociales exponencialmente. La información no ocupa lugar, se convierte en ligera, etérea…y efímera. Pero no debemos olvidar que somos materia, y que un libro en papel nunca podrá ser sustituido por megabytes intangibles.
Hombre, materia y espacio se necesitan, pero no de cualquier manera. La arquitectura debe estar al servicio del individuo, pero respetando el mundo en el que se encuentra. No somos dueños de nada, así que aprendamos a cuidar lo que no es nuestro.
Y no debemos olvidar que la vida es como una partida de monopoly: mientras dura la partida podemos utilizar una serie de objetos y propiedades. Disfrutamos de más o menos privilegios en ese camino, pero una vez concluye la partida, se recoge el tablero y todas las propiedades se guardan en la caja.