La arquitectura es una disciplina de gran impacto social. Por ello, debe estar siempre al servicio de las personas.
Combina fundamentalmente arte y técnica, junto a otros muchos factores de gran relevancia pero mezclados en menor proporción. Es una especie de hormigón, una mezcla heterogénea que produce un resultado de gran consistencia. Utilizando otro símil muy español, es como hacer una tortilla de patatas: no hay dos iguales.
Pero si la personalidad del creador es única, la variedad de las personas a las que va dirigida es infinita. Precisamente en 2020, el año de la pandemia, la diversidad es algo que nos caracteriza más que nunca. Una característica intrínseca a la naturaleza del ser humano, que se ha visto reforzada en las últimas décadas por la libertad de elección que (supuestamente) se ha instaurado en el mundo.
Paradójicamente, frente a la creciente diversidad disminuyen exponencialmente las posibilidades de elección. En todo. La globalización “acerca” a las personas, pero aleja sus diferencias. Y nos convierte en productos gracias a los enigmáticos big-data. Consumidores claramente condicionados que compran los mismos bienes en amazon, tienen su cuenta en las mismas entidades bancarias, visitan los mismos lugares, visten las mismas prendas de franquicias multinacionales, se informan en los mismos medios, escuchan la canciones de moda, comen en los mismos restaurantes de moda, poseen los mismos móviles espía y ven las mismas series en streaming. ¿Estaremos a punto de convertirnos en clones teledirigidos? Tendremos que esperar unos años para descubrirlo. Confío firmemente en que no.
El ser humano tiene muchas capacidades. Muchísimas. Y la tecnología jamás será capaz de suplir las que mejor nos definen: los sentimientos, la creatividad y la espontaneidad, entre otras muchas.
En el contexto actual de pandemia mundial, la arquitectura debe jugar un papel fundamental para crear espacios sostenibles, bien aislados y que dispongan de una adecuada capacidad de iluminación y ventilación natural. Aunque hay otro aspecto fundamental que debe guiar cualquier proyecto, derivado precisamente de esa diversidad de la que antes os hablaba. Se trata de la “versatilidad”.
Es una cualidad muy importante. Con las restricciones de movilidad impuestas este año, la mayoría de las personas son más conscientes que nunca de que los espacios (obra nueva o reforma de edificios existentes) deben estar preparados para ser soporte de múltiples actividades. Tanto en el ámbito residencial como laboral. Precisamente porque los gustos y las personalidades que los utilizan son infinitos. Por ello, el proyectista debe incluir detalles que hagan agradable su utilización permitiendo a su vez que dichos espacios sean fácilmente personalizables. Adaptables. Soportes para la vida.
Estas premisas me sirven para hacer una reflexión sobre el futuro inmediato de la arquitectura y su relación con el desarrollo del trabajo, centrándome en las consecuencias que el incipiente teletrabajo puede tener en nuestros edificios.
Sin duda, la pandemia ha acelerado el proceso de trabajo a distancia en muchísimos sectores. Algo que tiene cosas buenas (conciliación) y cosas no tan buenas (ausencia de contacto personal, entre otras). Como escribí hace poco en mi post “Ciudades para la vida”, el papel del arquitecto es fundamental para garantizar la igualdad de oportunidades entre las personas o al menos, para avanzar en la dirección adecuada.
Pasamos muchas horas en nuestros respectivos trabajos. Con nuestros compañeros. Al menos, hasta ahora. Por ello, un entorno laboral adecuado se fundamenta en dos pilares: el espacio soporte y la relación entre las personas que nos rodean. La primera parte es la que depende del proyectista. En ella me centraré. Porque conseguir espacios agradables para el desarrollo de cualquier actividad es fundamental. Yo tengo mi propia receta (conceptual y material) para lograr dicho objetivo. Por ello, a veces me resulta inconcebible observar algunos gravísimos errores de diseño que se cometen en múltiples ámbitos. Está demostradísimo que un clima adecuado favorece al rendimiento de los empleados. Siempre que se gestione con responsabilidad individual, claro. Pero ese ya es otro campo.
Hay empresas que promueven el “hotdesking” extremo. Oficinas impersonales donde los empleados ocupan cada jornada una mesa diferente y al finalizar su turno recogen todos sus objetos personales. Al día siguiente, se sitúan en otra mesa cualquiera. Y así sucesivamente. Como si nuestra oficina fuese la habitación de un hotel que debemos abandonar. Absolutamente abominable. ¿Qué será lo próximo? ¿Hacer lo mismo con nuestra casa? Lo siento, pero mi concepto de arraigo, pertenencia y motivación es diametralmente opuesto.
Desde mi punto de vista, los espacios de trabajo deben estar pensados para las personas, para favorecer su rendimiento. Estar cómodo sí, pero sin olvidar la función para la que están diseñados. La ausencia de un puesto fijo de trabajo choca frontalmente contra esa idea. Por ello, me opongo de pleno frente al “hotdesking”. La supuesta optimización de recursos y la facilitación de la limpieza/desinfección de esos espacios realmente implican un interés por reducir costes a cualquier precio. El ahorro energético puede ajustarse de otras formas que no perjudiquen los hábitos de sus empleados.
2020 ha supuesto un punto de inflexión en muchos aspectos. Caminamos hacia un futuro en el que los desplazamientos se van a reducir como consecuencia directa del teletrabajo. Por ello, si vamos a pasar más tiempo en un mismo espacio, éste debe ser de calidad y adaptado a nuestras necesidades únicas y variables. Motivo por el cual deberemos contar con espacios que puedan abrirse o cerrarse en función del papel que se esté desarrollando en cada momento. Tanto en casa como en la oficina. Parece complicado, pero tal vez no lo sea tanto.
La conectividad actual no requiere cercanía física entre los compañeros, pero en oficinas abiertas a veces es complicado mantener la concentración. Algo muy importante para mí. Para el rendimiento y la creatividad. Y el ruido generado en el entorno no deja de ser una distracción que perjudica al rendimiento. Sobre todo en nuestro país. Por ello, yo abogo por los espacios para grupos reducidos frente a los espacios abiertos de carácter colectivo. Bien aislados acústica y térmicamente, y con una correcta ventilación e iluminación natural.
Estar en el centro de una ciudad ha pasado en este momento a un segundo plano para muchas empresas. La deslocalización ha ido imponiéndose en los últimos años. Por ello, trasladar la oficina a la periferia también puede tener muchas ventajas: zonas verdes, facilidad de aparcamiento, luz natural en abundancia, etc. La conciliación es importante, pero también la necesidad del contacto humano como terapia mental que mejora el rendimiento. Los derechos de los trabajadores son muy importantes; pero igualmente sus obligaciones. Y debe recordarse que es necesario producir para mantener el sistema productivo. Todos por igual, tanto en el sector público como en el privado.
A veces veo publicadas en revistas de arquitectura/decoración oficinas “chupi-guay” de Silicon Valley o en cualquier otro lugar que, sinceramente, no las veo en mi país. Estancias abiertas donde se mezclan jóvenes sentados en el suelo sobre mullidos puff, acompañados por un extra-gigante café de Starbucks en vaso de cartón mientras alrededor otros compañeros juegan al billar, al futbolín o camina por una pasarela de cuerdas entrelazadas sobre las cabezas del resto de empleados.
Empleados comprometidos es sinónimo de empleados productivos. Pero las personas no somos piezas al servicio de un gran mecano llamado “economía”. Tenemos corazón. Y precisamente por eso necesitamos ser productivos, tanto en las oficinas como en nuestro hogar al desarrollar el tele-trabajo; hacerlo en lugares funcionales, luminosos, bien aislados y con un buen diseño estético permite ser eficiente y alcanzar el fin que todos deseamos: ser felices.
Oficinas (y casas) con corazón.