Hace poco escribí un post titulado “Oficinas con corazón”. Una frase sugerente que rezuma esperanza e invitaba a la reflexión. Hoy deseo seguir haciendo introspección, pero partiendo de un título antagónico; el extremo opuesto al que nunca deberíamos llegar.
“Distopía”: según el diccionario de la RAE, “Representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana”. Esta palabra se ha popularizado este año 2020 que ya se nos va (por fin).Yo al menos no la había escuchado antes, y realmente todavía no conozco por completo sus connotaciones.
El planeta tierra ha quedado inexorablemente marcado por la pandemia mundial del coronavirus. El futuro es incierto. Hoy más que nunca. Un momento convulso que nos ha asomado al balcón del miedo y la desolación. El mundo en 2020 ha sido inspiración para muchos creadores de diversos ámbitos (yo me incluyo), que han aprovechado la coyuntura para imaginar el futuro de nuestra sociedad. No es la primera vez que sucede a lo largo de la historia, y tampoco será la última. Mientras tengamos “mundo”, claro.
Todavía no he podido terminar el libro “Rascacielos” de J. G. Ballard, un escritor asiático de ciencia ficción que le encanta a Isabel Coixet, entre otros. El hecho de haber conocido y adquirido esta novela sobre la autodestrucción humana dice mucho de la realidad que nos está tocando vivir. Un incómodo y oscuro túnel que atravesamos, como un paréntesis en nuestra acomodada existencia. Esta obra fue publicada en 1975, mucho antes de la tecnología ultra-invasora colonizara nuestras vidas. En 2020 se han publicado todo tipo de libros relacionados con la pandemia y sus consecuencias inmediatas y futuras.
Por supuesto, la filmografía en streaming (estrella del momento) tampoco se ha quedado atrás. La producción francesa “El colapso” resulta absolutamente estremecedora. En España, la serie “La valla” arroja su versión de ese mismo futuro indeseable. En ella podemos observar el estado lamentable que podrían llegar a tener algunos edificios emblemáticos de Madrid, como el edificio Carrión de Gran Vía (más conocido como Schweppes por el logotipo de su cornisa) o el complejo de rascacielos “Cuatro Torres” situado al Norte de la Castellana.
En ambas la producción de vídeo se ha centrado en conferir un ambiente apocalíptico gracias a un etalonaje gris apagado, con escenas que hablan de ausencia de luz natural y arquitectura “muerta”. Como las ciudades devastadas por la guerra que desgraciadamente se producen actualmente en demasiados lugares de nuestro planeta y provocan además como daño colateral miles de muertes y desplazamientos de refugiados a otros países en busca de una vida “normal”.
La ausencia de luz y color en esas series no es algo que sucede casualidad. Precisamente los colores vivos y la luz natural reflejan la esperanza; son la antítesis de esa escenografía mustia y fría. Por eso es tan importante hacer arquitectura con mayúsculas. Una arquitectura que convive en armonía con la naturaleza: con los materiales que le proporciona (acero, madera, arena, etc) y con los elementos que posee: luz, plantas, sol, viento, agua… Justo lo que yo defiendo para que la arquitectura se inunde de vida.
Ambas versan sobre una misma e hipotética realidad. Muestran un mundo desolado y con escasos recursos naturales, que podría derivar de la superpoblación aunque sobretodo de la mala gestión actual. Un mundo “distópico” que refleja la pesadilla de vivir cuando la sociedad ha implosionado. Un espacio sórdido, desolado, consecuencia de la deriva humana. Un mundo que podría llegar, aunque nadie (o casi nadie) desee.
En muchas ocasiones os he hablado del papel fundamental que posee la arquitectura para hacer más felices, más respetuosos y más bondadosos a las personas. Realmente creo en el papel terapéutico que puede desempeñar. Porque precisamente ese indeseable futuro carece de la principal característica del ser humano: la humanidad.
La arquitectura es la máxima creación humana para el desarrollo de la vida. Aparte de las funciones básicas que debe conferir, nace con la vocación de “conmover”, como bien definió el gran Le Corbusier en sus artículos de “ L‘Esprit Nouveau”.
Todo el mundo habla de cuidar el planeta y dejar un mundo mejor para nuestros hijos. Y por supuesto que es muy importante. Pero si uno analiza el mundo distópico que podría llegar, creo que esa frase debería enunciarse precisamente al contrario: debemos educar a nuestros hijos a ser mejores personas para que cuiden de nuestro planeta.
Hasta pronto!