Actualmente la COVID-19 ha implementado en una parte de la población la idea del decrecimiento; un concepto que aboga precisamente por reducir la producción y el consumo. Nos encontramos en un punto de inflexión. Una transición que comienza con pequeños cambios en los hábitos de cada uno de nosotros. Pero siempre buscando el equilibrio de la vida: la salud, el trabajo, el cuidado del medio ambiente y la felicidad son términos perfectamente compatibles. No debemos alarmarnos. Se trata, en definitiva, de replegar la economía para cuidar nuestro delicado planeta. La crisis económica mundial está directamente relacionada con el agotamiento de los recursos naturales y la destrucción de los ecosistemas naturales. Cada persona tiene en su mano apostar por las energías renovables, el transporte sostenible y los productos de cercanía. La reconfiguración de las cadenas de suministro puede revertirse desde el extremo contrario: los consumidores, ayudando de paso a que no se produzca la extinción del comercio al por menor.
2020 ha sido el año de la pandemia mundial del siglo XXI. Y con ella, hemos tenido infinidad de malas noticias. No hace falta que os las recuerde. De eso ya se encargan diariamente los medios de comunicación. Sin embargo, también ha habido cabida para pequeños (y grandes) sucesos esperanzadores. En mi diminuto universo, siempre recordaré la sensación que provoca comer por primera vez en tu vida un alimento cultivado por ti mismo. En mi caso fue un tomate, aunque los días sucesivos fueron muchísimos más. Su intenso olor, su brillante color y sobretodo su sabor natural te transportan a un estadio de sublime levitación.
Iniciarme en la “agricultura” el paso año era algo que ya tenía previsto desde 2019, tras un apasionante periodo de conquista del espacio en mi nueva y merecida vivienda ajardinada. Pero casualmente ha coincidido con la mayor virulencia de ese desagradable “ocupa” que se coló en nuestras vidas en la primavera de 2020: el coronavirus.
Precisamente la crisis que lo envuelve ha provocado un cambio de hábitos en la sociedad. El tiempo dirá si serán más o menos duraderos. Y es que el confinamiento forzoso al que nos vimos sometidos alteró nuestra visión de mundo exterior y, por supuesto, de nuestro mundo interior. En ese contexto se incrementaron todo tipo de actividades “indoor”, aunque lo hiciéramos siempre a la fuerza y con la esperanza de volver a colonizar el espacio extramuros.
De esta forma, se produjo un importante repunte de los huertos urbanos, que ya de por sí se había incrementado considerablemente en los últimos años. También de la apuesta por las energías renovables. La posibilidad de disponer de más tiempo libre y la “psicosis” por abastecernos de productos naturales han desencadenado la tormenta perfecta. Un hecho del que cada vez participan más ciudadanos. Urbanitas que utilizan un balcón de su piso, un huerto de alquiler o el terreno privado que disponen en su propia parcela o cerca de su vivienda. Una alternativa lógica que posee infinitas ventajas: garantiza el suministro de algunos alimentos frescos y de calidad, crea conciencia ecológica, pone en valor el origen de los alimentos que tomamos, reduce el gasto en comida, nos permite estar cerca de la naturaleza, hacer ejercicio, nos devuelve a los orígenes, contribuye a reducir la huella ecológica, puede llegar a ser terapéutico y por si fuera poco, ayuda a mejorar la dieta. Ahí es nada.
Es cierto que el clima es un factor importante que determina la viabilidad de este tipo de actividades, pero podemos decir en general que nuestro país es un lugar privilegiado para animarse con la agricultura doméstica. Sobre todo porque existen ayudas técnicas de bajo coste que nos facilitan la labor (entre otros, pequeños invernaderos).Y por supuesto, siempre adaptándonos a las estaciones del año.
Los últimos años no solo han supuesto un “boom” para la agricultura a pequeña escala. También ha habido espacio para la ganadería doméstica; en concreto, para algunos animales “mascota” como las gallinas. Los datos lo dicen todo. La estimación actual fija la existencia de 25.000 millones de gallinas a nivel mundial, tres veces más que el número de humanos. Es cierto que la mayoría están en manos de empresas del sector alimentario, pero yo quiero centrar la atención en el crecimiento sostenido que se está produciendo en manos de miles y miles de particulares por todo el mundo. El país con más gallinas per cápita es Turquía, donde una de cada 10 viviendas posee gallinero, seguramente por la idiosincrasia de sus habitantes.
En Europa, este hecho sin precedentes tiene uno de sus máximos exponentes en Reino Unido, donde un gran número de casas disponen de un pequeño patio o jardín privado, lo que facilita su domesticación sin interferir en la vida familiar. No lo sabemos, pero quizás esta demanda de gallinas se ha producido en previsión de las consecuencias que pudiera generar el abrupto Brexit que acaba de hacerse efectivo. En cualquier caso, la demanda británica de estas aves durante el confinamiento de 2020 superó con creces la oferta existente. Una explosión que ha disparado el número de propietarios hasta el millón y medio sólo en Reino Unido. Muchos de ellos lo hicieron animados por el invento patentado por Ben Braithwaite: el chichenguard, un sistema de control de apertura y cierre de las puertas de los gallineros.
La mayoría de los británicos adquiere los polluelos para garantizarse el suministro de huevos frescos, aunque realmente es un animal que posee otras ventajas: ayudan a tratar la tierra eliminando insectos dañinos y además, su excremento resulta fertilizante para las plantas. Sin duda, unas ventajas a tener en cuenta y que me sirven para afirmar que quizás sea un animal que históricamente ha sido infravalorado.
En España, la mayoría de las viviendas no poseen un espacio exterior adecuado para el mantenimiento de gallinas o plantación de tomates. Sin embargo, también aquí ha aumentado considerablemente el interés por los corrales domésticos y los huertos urbanos.
El caso más llamativo que conozco es el que descubrí en mi visita al Restaurante “Les Cols” de Olot , obra de los autóctonos y merecidos Pritzker RCR arquitectes ( Rafael Aranda, , Carme Pigem y Ramón Villalta) . Un espacio culinario capitaneado por Fina Puigdevall. Puede resultar sorprendente encontrarse esa estampa en un restaurante con dos estrellas michelín y sabiendo que la propietaria de esta joya de la gastronomía vive muy cerca de allí en la “Vivienda Horizonte”, también de RCR arquitectes.
El caso es que llama la atención cómo esos pequeños animales de abundante plumaje y andar estirado picotean el césped del jardín del restaurante Les Cols ajenos a la gran creación arquitectónica junto a la que se encuentran. Es lo que tiene ser gallina de corral. Un lugar único en el mundo, en el que realmente convergen tres magníficas obras: el enigmático hotel les Cols, el propio restaurante con el mismo nombre y las etéreas carpas para eventos ubicadas en la parte posterior del conjunto edificado.
Vivimos un momento de crisis (una nueva) a la que nos debemos acostumbrar pero no por ello resignar. Es un espacio perfecto para hacer introspección dentro de la fugacidad de nuestras vidas. Un acto que utilizo mucho en mis proyectos y que me sirve para encontrar soluciones. Sobre todo, cuando te dejas guiar por el instinto natural que te devuelve directamente al origen. Volver a la casilla de salida es necesario cuando la trayectoria de la humanidad se ha desviado de la línea adecuada y de la que solo somos conscientes cuando miramos alrededor y no nos gusta lo que vemos. En ese punto nos encontramos, viendo desde fuera cómo un cohete errático se aleja inexorablemente de la órbita prevista.
En arquitectura sucede algo muy similar. La arquitectura vernácula es la que históricamente mejor ha resuelto los conflictos con la naturaleza y la que más respetuosa se ha mostrado con ella. ¿Buscamos sostenibilidad? Pues escuchemos qué tiene que decirnos el planeta. Soluciones que normalmente se resuelven siguiendo principios básicos de la física y que normalmente abogan por coexistir, no competir.
En este punto, quiero volver a hacer defensa de la función de las cubiertas planas de los edificios residenciales. Por su gran potencial para destinarse a huertos urbanos para sus propios vecinos. Algo que ya sucede en algunos edificios de las grandes urbes norteamericanas. Sin duda, esta es una gran vía para explotar en los próximos años: rutilantes espacios “exteriores” cercanos y con la posibilidad de cuidar nuestro planeta y nuestra salud. Protegen la biodiversidad, contribuyen a disminuir la temperatura en las ciudades, atenúan el ruido exterior y actúan como colchón térmico. El encarecimiento de los costes de construcción de este tipo de soluciones técnicas es perfectamente asumibles, porque la sobrecarga permanente no tiene por qué ser significativa y porque los materiales actuales (EPDM, geotextil anti-raíces, láminas de polietileno reforzado, etc) garantizan la durabilidad de estas cubiertas planas. Es decir, podemos aplicar estas soluciones en edificios existentes tras realizar las correspondientes comprobaciones de resistencia estructural.
Estoy totalmente convencido de que en el futuro las azoteas convivirán tres usos: los huertos urbanos, las zonas destinadas a energías renovables (placas fotovoltaicas y aerotermia) y los espacios de esparcimiento en esta ubicación tan privilegiada. A pesar de que actualmente ninguno de los tres usos esté especialmente extendido, estoy totalmente convencido de que su incremento será muy importante en las próximos décadas. Aunque primero debemos perder el miedo a las cubiertas planas…
Recientemente he oído hablar de un término de nuevo cuño del que seguramente veremos extendido su uso en el futuro. Se trata de la palabra “sitopía”, por analogía con “utopía”. Este nuevo concepto ha sido creado por Carolyn Steel” en su recientemente publicado libro “Ciudades hambrientas: cómo el alimento moldea nuestras vidas”, ahora traducido al castellano. Esta palabra proviene del griego “sitos “(comida) y topos”(lugar). Un vocablo que lleva implícito una crítica a la relación que inexorablemente las une.
En este interesantísimo volumen, la arquitecta inglesa reflexiona sobre el origen histórico de las ciudades atendiendo a la producción y distribución de alimentos para sus habitantes en función de los medios de transporte terrestres, fluviales o marítimos existentes. Por no hablar del poder centralizador de los mercados de abastos y la importancia del pequeño comercio. Una cuestión que hoy día ha quedado completamente relegada a causa de la globalización, que permite obviar la lógica frente a los intereses económicos inmediatos. Máxime cuando el mercado alimentario se encuentra concentrado en pocas manos: gigantes que determinan lo que comemos en base a la especulación pura y dura. Al igual que muchos pisos dejan de ser viviendas para convertirse en bienes de inversión. Globalización es sinónimo de deshumanización, pero este efecto secundario no viene indicado en el prospecto de la receta que nos venden las grandes multinacionales.
Nos encontramos en la era de la información, pero a veces preferimos lo contrario y obviar lo que comemos y en general, lo que sucede a nuestro alrededor. Con tal de que no nos toque a nosotros… pensamos. Un error, que afortunadamente estamos rectificando gracias a los principios de autoabastecimiento y apuesta por las energías renovables de los que os hablaba al comienzo de este post. Comer sano es salud. Y haciéndolo contribuimos a cuidarnos nosotros y cuidar el medio ambiente. Debemos dar a los alimentos la importancia que tienen.
Y no olvidar que la comida alimenta el cuerpo, pero que es el conocimiento el que alimenta el espíritu. Un espíritu crítico que surge cuando se encuentra bien nutrido de cultura. Incluyendo, por supuesto, la arquitectura.
La arquitectura nos une y el deseo de tener una vida lo más feliz posible, también. Producir nuestra propia energía, cultivar nuestros propios alimentos y apostar por los alimentos de proximidad en manos de productores locales va en contra de lo que nos dicta la economía global. Quizás sea un poco más caro, es cierto, pero es una inversión a futuro. Empezando por que la agricultura industrial provoca una enorme producción de emisiones de efecto invernadero.
Hay recursos para todos que solucionarían el problema de la migración: es cuestión de voluntad. Estoy totalmente convencido de que el camino del que os acabo de hablar es sin duda el camino hacia la sostenibilidad real y efectiva de nuestra vida. Si la humanidad no se extingue, el tiempo me dará la razón. Tenemos un destino común. Porque como también os he dicho antes, la solución está, una vez más, en volver al origen.
¡Feliz reflexión!