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el proyecto de toda una vida…

El ser humano es pura contradicción y a la vez, “animal” de costumbres. Anhela lo que no posee, y una vez alcanzado, fija su mirada en otro objetivo. Una idiosincrasia perfecta como caldo de cultivo para el consumismo exacerbado. Un punto de partida que va inexorablemente unido a nuestra condición de ser social. La combinación perfecta para la expansión de un virus.

La pandemia mundial en la que nos encontramos inmersos ha producido un inesperado vuelco a nuestras vidas en multitud de aspectos. Entre otros, en la forma de relacionarnos, algo que nos obliga a restringir el número de personas con las que nos relacionamos y, cuando lo hacemos, respetando una serie de medidas que todos hemos interiorizado: uso de mascarilla facial, mantenimiento de distancia social, limpieza de manos, uso de gel desinfectante, etc. Este experimento al que forzosamente nos hemos visto sometidos nos ha servido para cuestionarnos la importancia de la “presencia física” (directamente relacionada con los desplazamientos que todos nosotros realizamos diariamente). Afortunadamente, la tecnología (apoyada sobre un pilar fundamental como es internet) nos ha hecho más llevadero nuestro confinamiento; y de este modo, disponemos casi de acceso total a la información. Aunque esto no nos llena; como decía al principio, necesitamos el contacto físico.

La arquitectura nace de la necesidad humana por refugiarse, garantizar la convivencia y en definitiva, por permitir relacionarse. Los edificios necesitan a las personas. Una relación que es recíproca: el ser humano necesita los edificios porque no puede vivir sin el contacto con sus semejantes y el mundo exterior no siempre garantiza las condiciones adecuadas. Aunque quizás esto solo sea una excusa…

De hecho, una de las paradojas del mundo actual es la necesidad interior que nos empuja a desplazarnos a otros lugares (de nuestro entorno o lejanos), cuando supuestamente no hace falta ir a ningún sitio. Podemos comprar, trabajar, hablar con amigos, realizar trámites bancarios o administrativos, conocer países a través de documentales, ver estrenos de cine en streaming, realizar visitas virtuales a museos, hacer gimnasia, disfrutar en nuestro sofá de la deliciosa comida que prepara nuestro restaurante favorito, etc. Todo gracias a la tecnología, que en los últimos 40 años ha cambiado por completo nuestra forma de ver el mundo.

Sin embargo, no podemos dejar de salir, de saludar al vecino, de tomar un café con los compañeros de trabajo, ir al gimnasio, al cine, a nuestro restaurante favorito, tomar unas cañas con los amigos o hacer una escapada al monte con la familia. Necesitamos la interacción social. Definitivamente, no nos gusta “televivir”. La necesidad del contacto físico es inherente a nuestra condición humana. Y en este contexto surge la paradoja de que los espacios no son importantes para desarrollar una actividad concreta, mientras que a la vez disponen de una gran importancia para todos nosotros esos lugares (públicos, mayoritariamente) donde nos relacionamos y somos felices. Locales que nos gustan por el diseño que tienen, por el trato que recibimos o simplemente porque sí. Espacios públicos que nacen con vocación de democratizar a las personas, ya que mayoritariamente no los relegan por su poder adquisitivo.

Y aquí surge la necesidad de replantearnos qué importancia damos cada uno de nosotros a la relación con los espacios que habitamos y los objetos que conviven con nosotros. Para mí es fundamental, y para todo arquitecto que crea en la función de su trabajo también debería serlo. La experiencia de pasear por el campo o a la orilla del mar, visitar un museo, degustar la comida en ese restaurante que tanto nos gusta o sumergirnos en la butaca de uno de los cines de nuestra ciudad es incomparable con cualquier otro sucedáneo “degustado” en la distancia.

Por eso en cuanto todo esto termine (sí, va a terminar y estoy seguro de que será muy pronto) cada persona debería cuestionarse las prioridades personales relativas a su vida social. Digamos que seremos más selectivos, aunque esto no debería suponer el resurgir de viejos prejuicios. El futuro camina hacia un mundo más globalizado; no lo olvidemos. Y sin duda, ese mismo futuro vendrá determinado por la convivencia de las actividades telemáticas y presenciales.

En el sector servicios, conscientes de esta “debilidad” humana, se están produciendo cambios con la intención de convertir la compra en una experiencia inolvidable. Sobre todo por el imparable auge de e-commerce en detrimento de las tiendas físicas. Por ello, las grandes marcas  buscan cuidar y fidelizar al cliente a través de diseños impactantes en sus céntricos locales. Convertidos en auténticos show-room de la marca, sus escaparates son dignos de ser fotografiados con nuestro teléfono de última generación. Allí encontraremos un trato exclusivo y un asesoramiento personalizado. El producto es importante, pero todo lo que lo envuelve, más. Se trata de vender, y no importa que el precio sea ligeramente superior. Las estrategias pasivas son cada vez más embaucadoras. Incluso para la banca, cuyas sucursales supervivientes tras las fusiones y cambios de hábitos (de nuevo, debido a la digitalización) han mutado en acogedores salones con moqueta, sillones, lámparas de diseño con luz cálida y cafetera a nuestra disposición.

Hoy día las ventas tradicionales se han reducido enormemente, convirtiéndose casi en un acto de “edición limitada”. Por ese motivo, servicios adicionales y prestaciones hasta ahora nunca vistas surgen con la finalidad de hacernos sentir importantes y protagonistas durante el proceso de compra. Especialización y trato personalizado. Ese será el futuro del comercio tradicional tanto para grandes como para pequeñas marcas.

A veces no recordaremos el nombre de un restaurante o una tienda, pero sí un elemento de su decoración que nos llamó la atención o el amable trato que dispensó el dependiente, gestor o camarero. , Evidentemente, los arquitectos e interioristas sólo nos encargamos de potenciar el primero de esos dos elementos. Y de esta forma, tenemos a nuestro alcance  estimular la memoria visual del cliente. Algo que no precisa necesariamente de grandes presupuestos, sino de un poco de creatividad y buen gusto. Las ideas son las que importan, aunque evidentemente con mayores medios económicos lograremos un resultado mucho más impactante. En cualquier caso, la inversión en hacer acogedor un espacio debe verse no como un gasto, sino como una inversión que habla de nuestro estilo y filosofía de negocio, sea grande o pequeño.

Quiero finalizar este post con un regalo: un fragmento del artículo escrito en 1994 por el gran arquitecto holandés Herman Hertzberger, traducido y publicado por la revista “Diseño Interior” en su número 35.

“Solamente se puede mostrar afecto por las cosas con las que uno se identifica, cosas en las cuales se proyecta la propia personalidad de manera que llegan a ser casi parte de uno mismo. Este cuidado hace que parezca que el objeto necesita a la persona, y no sólo es la persona quien decide lo que acontecerá al objeto, porque el objeto mismo tiene también algo que decir sobre la vida de su dueño. Esta relación tan especial ha de ser entendida como un proceso de mutua concesión. Cuanto más se vincula una persona con la forma y el contenido de su entorno, más apropiada le resulta la atmósfera en la que respira”.

Sin duda, el lugar y los objetos que nos rodean importan y dicen mucho de nosotros mismos, independientemente del poder adquisitivo. Porque considero que no se trata solo de la marca que luce la etiqueta de los productos que adquirimos, sino por el gusto que denota la elección de esos muebles, objetos o espacios que habitamos. Como explica Santiago de Molina en su artículo titulado “Elegancia”, incluido en el libro  “Múltiples estrategias de arquitectura”( Ed. Ediciones asimétricas): “El elegans o elegante no es más que el que elige y elige bien.”

Nosotros, los arquitectos y diseñadores también decimos mucho de nosotros mismos con nuestra obra; y en el caso de los espacios comerciales, tenemos el deber de contribuir a que la experiencia de adquisición de un producto sea especial gracias a un buen diseño.

¡A trabajar!