La cubierta es la quinta fachada de los edificios y constituye la esencia de la arquitectura. Delimita un ámbito, convirtiendo un lugar abierto en un espacio cerrado, protegido. Un refugio, que determina por encima de cualquier otro gesto, la intervención de la mano del hombre. Como manifestó Le Corbusier en Vers une architecture “El instinto primordial de todo ser viviente es asegurase un albergue”.
Por ello, debemos saber que el techo que tenemos sobre nuestras cabezas es un vestigio del origen de la arquitectura; y la cara inferior de este plano, un tesoro por descubrir. En general, el techo cumple únicamente una función delimitadora. A veces es la cara inferior de la estructura y en otras ocasiones es un falso techo de cartón yeso o escayola que alberga en su cara oculta todo tipo de instalaciones necesarias para el correcto funcionamiento de nuestros edificios.
Los techos poseen normalmente una característica única que los convierte en especiales: son inaccesibles. Es el plano delimitador del espacio por su parte superior. Nos protegen y a la vez, quedan protegidos de nosotros. Están y no están. Cercanos y distantes a la vez. Algo que consiguen gracias a la cota a la que se encuentran respecto al suelo donde se desarrolla la vida dentro de los edificios. No tenemos contacto directo con ellos. Y por ello, ofrecen un mundo de posibilidades muy poco explotado en la arquitectura actual.
El techo es el lugar perfecto para intervenir precisamente por su gran potencial. Permite utilizar materiales, texturas y técnicas constructivas que en otros paramentos (suelo o pared) resultarían dañados inevitablemente en su uso diario.
Los primeros pobladores del neolítico eran conscientes de la protección que conferían los techos y las zonas altas de las paredes de las cuevas que habitaban. Os invito a visitar alguna de las cuevas con pinturas rupestres que existen en España, así como el museo-réplica de las cuevas de Atapuerca (Cantabria), ya que el acceso a la original se ha ido restringiendo mucho en los últimos años por una lógica preservación de dicho patrimonio. Debemos dar las gracias a esos visionarios pobladores (seguramente en su mayoría mujeres), por su voluntad de hacer perdurar en el tiempo sus obras; de otro modo, las pinturas que hoy conocemos de aquella época se encontrarían mucho más deterioradas por la inevitable acción diaria de los propios individuos que habitaron aquellas cavernas.
A pesar de ello, la techumbre de nuestros edificios ha estado históricamente infravalorado. En la mayoría de los casos. En las actividades que desarrollamos en espacios cerrados y abiertos, miramos de frente. Tan solo nos vemos obligados a mirar hacia arriba cuando disponemos nuestro cuerpo en posición horizontal; por ejemplo, al practicar ejercicios deportivos en el suelo o cuando nos disponemos a dormir.
Como ya he adelantado, habitualmente el ser humano no tiene contacto directo con las techumbres. El margen necesario que necesitamos para desarrollar las actividades en el interior de los edificios establece que la altura media a la que se encuentra es 2,60 metros. En zonas de servicio o garajes puede descender hasta 2,20 metros, y en espacios con otros usos (oficinas, centros comerciales, etc) se pueden superar los 4,00 metros de altura libre.
La arquitectura religiosa ha conferido tradicionalmente gran importancia a los techos de sus edificios. Quizás, por las características especiales que intrínsecamente poseían, sobre todo en dimensiones y sistemas constructivos. Las bóvedas, los artesonados y los techos inclinados (aun no siendo exclusivos del patrimonio religioso) han servido de lienzos en blanco para artistas de todas las épocas y vinculados a muy diferentes religiones.
En el caso de la arquitectura cristiana existe un componente místico adicional. Mirar hacia arriba es mirar hacia el cielo, el lugar donde se encuentra el dios todopoderoso. Un gesto que muestra devoción y humildad, a la vez que nos hace sentir diminutos frente a la inmensidad del universo. La capilla Sixtina de Michelangelo Buonarroti (1508-1512) ubicada en la Ciudad del Vaticano (Roma) seguramente suponga el máximo exponente de este tipo de representaciones. Sublime. Pero hay muchísimos más, por supuesto. En este momento, seguro que te ha venido a la cabeza alguno de ellos.
Para mí, el techo es un plano en continuidad con los paramentos verticales que delimitan el espacio. Por ello, intento no disociar espacio y envolvente como realidades poliédricas diferenciadas. Mi estilo arquitectónico incluye la utilización de los techos como parte principal de los proyectos. Con texturas, cambios de niveles y contraste de los colores de la pintura (normalmente, blanco y negro). Admite incluir todo tipo de objetos que, de forma puntual o repetitiva, generen una textura única y espectacular. Soy muy consciente de las infinitas posibilidades que ofrece y os invito a reflexionar sobre ello. La cubierta de los edificios puede mostrarse exterior e interiormente, de forma que cuando están relacionadas estas dos visuales (sinceridad constructiva) su fuerza es aún mayor y puede convertirse en el protagonista indiscutible del proyecto.
En el suelo de los espacios se desarrolla la vida de los seres vivos, pero en el techo acontece la vida de los objetos.
Así que no te olvides de… mirar hacia arriba.