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el proyecto de toda una vida…

La arquitectura está enamorada de la luz.  Y lucha por conseguir su amor frente a otro incansable pretendiente: la fotografía (etimológicamente del griego: photo + graphos: dibujar con la luz). Aunque mi profesión juega con ventaja porque, a diferencia de la segunda, le dedica todo su tiempo.

Los espacios creados por el hombre tienen la virtud de ser acariciados por la luz permanentemente; en la mayoría de los casos, por la luz natural. Incluso en la oscuridad más extrema de la noche. Sobre todo ante nuestros ojos, que poseen un altísimo rango dinámico. Mejor que cualquier réflex digital. Y cuando esa arquitectura es interesante, tiene contenido, la luz ayuda a enriquecer aún más la belleza de esos volúmenes en el espacio.

Porque cada día y cada noche, de todos y cada uno de los días del año, poseen una luz diferente. Una fuente inagotable de energía que a su vez no es idéntica en función de la situación geográfica ni de los agentes atmosféricos concretos que pueden converger en cada momento. Es simplemente una pasada: un catálogo infinito de “filtros” de retoque digital, pero al natural.

La calidad de un espacio queda determinada, entre otros factores, por el tamaño, forma y posición de la ventana que la ilumina. Eso no significa que un espacio sin luz natural  (un sótano, por ejemplo) no pueda resultar interesante. Ni muchísimo menos.

La arquitectura bella no responde a un único estilo arquitectónico, aunque yo tenga el mío muy definido. Comprendo que no todo el mundo disponga de la misma sensibilidad, pero al igual que cualquier persona puede distinguir un paisaje hermoso, también posee la capacidad para hacer lo propio con la arquitectura. Y en esa decisión, es fundamental la forma en que la luz baña el aire que recorre los espacios. Cuando era estudiante recuerdo haber comentado en voz alta con alguno de mis compañeros: ”Ya sé el estilo que me gusta”. Y me refería al minimalismo de Alberto Campo Baeza, tras realizar un trabajo sobre la “casa Turégano“, Pozuelo de Alarcón, Madrid (1988).

Un arquitecto chapado a la antigua” que sigue en activo, recientemente galardonado con el Premio Nacional de Arquitectura 2020, y que ya en mi época de estudiante afirmó: “La luz es mi principal material de construcción”.

La población mundial se concentra mayoritariamente en ciudades de diferentes tamaños, y desarrolla mayoritariamente su actividad en el interior de los edificios: trabajar, comer, estudiar, hacer deporte, leer, ver televisión, dormir, etc. Y el coronavirus ha aumentado considerablemente este hábito debido a las restricciones de movilidad, el confinamiento, el miedo al contagio y por supuesto, a los toques de queda. El estilo de vida actual nos lleva a aprovechar el tiempo al máximo. En invierno, nos despertamos antes de que salga el sol, pasamos las horas en espacios iluminados por luz artificial y salimos de trabajar cuando la noche ha caído sobre nuestra ciudad. De hecho, la falta de horas de luz solar repercute directamente en el estado de ánimo de las personas, y puede incluso llegara causar apatía, déficit de atención, desánimo e incluso en casos extremos depresión. Y no se trata de una percepción personal que podamos tener muchos de nosotros: está científicamente demostrado. Luz natural, rendimiento laboral y salud se hallan directamente relacionados. De hecho en los países nórdicos, en las temporadas de noche permanente, se incrementan considerablemente el número de suicidios.

La neurociencia es un campo que estudia, entre otras cosas, las relaciones entre la luz y nuestro sistema biológico. La luz solar provoca que nuestro cerebro produzca serotonina y dopamina que activan el buen humor, la atención y estimulan la actividad. Un espacio bien iluminado es importante para obtener un óptimo rendimiento escolar o laboral. Y los rayos del sol, con moderación, producen innumerables ventajas sobre nuestro organismo: físicas y psicológicas. El confinamiento, de hecho, ha servido para reivindicar el papel de los espacios privados al aire libre con un soleamiento adecuado. Una terraza en nuestra vivienda ha resultado ser un tesoro en los momentos más duros de confinamiento. Tanto, que va a implicar un cambio normativo a nivel regional y seguramente nacional. Es lógico, ya que al igual que ha sucedido con el derogado “impuesto al sol”, nuestro país posee en gran medida un soleamiento envidiable para otros ciudadanos europeos. Sin duda, sentir los rayos del sol sobre nuestra piel es una sensación extraordinariamente placentera y además, sana. Con medida, por supuesto.

La luz natural aporta un espectro completo de radicación, de forma continua y uniforme. Una gran ventaja respecto a las luces artificiales, cuya naturaleza puede provocar en mayor o menor medida cansancio visual y estrés. Por ello, la orientación, posición y forma de las ventanas es tan importante, que además deben disponer de sistemas que filtren o controlen la entrada de la luz al interior. Por supuesto, deben evitarse los molestos reflejos.  Y en función del uso y la altitud, abriremos los huecos hacia una orientación u otra. Evidentemente, no siempre se puede tener la orientación deseada. Y por eso considero que el urbanismo posee un papel fundamental para conseguir dicho objetivo.

En los edificios aislados, resulta un error de partida concebir celosías o elementos de oscurecimiento innecesarios cuando la actividad a desarrollar en el interior no requiere una protección de ese tipo. En bloques de viviendas, las ventanas rectangulares horizontales captan mejor la radiación solar y mejoran la calidad del espacio interior. Nada que ver con las incisiones verticales que practican algunos cirujano-arquitectos en bloques de viviendas y que suponen de facto la condena para los futuros moradores.

Es evidente que la luz natural es el combustible con el que se mueve la arquitectura. Percibimos los volúmenes en el espacio gracias a las luces y las sombras que genera la fuente lumínica. Una fuerza que es energía, aunque hubo que demostrarlo experimentalmente para que la gente lo creyera. Por ello, permitir la circulación de la luz es favorecer el correcto flujo de la energía y en definitiva, el funcionamiento de la arquitectura.

Yo soy un apasionado de la fotografía gracias a un gran maestro como es Gustavo Bravo, un madrileño afincado en Vitoria que rezuma pasión por la fotografía y dirige desde hace muchos años “Fotogasteiz”. Un profesional extraordinario que además tiene una doble virtud: enseñar con abnegación y humildad. De él he aprendido a amar la luz, más aún de lo que ya lo hacía.

Pero por todo lo anteriormente expuesto, puedo afirmar que la luz natural en fundamental para el desarrollo físico de los seres vivos. Personas incluidas. Tanto en el exterior como en el interior de los edificios. La luz natural mejora nuestra calidad de vida, rendimiento y salud mental. Por eso, el papel del arquitecto es fundamental en el diseño de las ventanas de todos los edificios que habitamos. Una función mucho menos valorada que la eficiencia energética, aunque esté relacionado directamente con ella y además, aporte muchísimas más ventajas a las personas que los habitamos.