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el proyecto de toda una vida…

El mundo es un lugar peligroso. Siempre lo ha sido, aunque no siempre lo hemos sabido ver. El progreso supuso, entre otras cosas, la creación de unas normas de convivencia que permitieran controlar la naturaleza y los instintos más primitivos del ser humano. De esta forma, en Europa existe un espacio seguro para el libre desarrollo de la vida. Tal y como en su día supuso la ciudad amurallada frente al mundo exterior, cuya estela ha perdurado hasta nuestros días.

El urbanismo que me enseñaron en la escuela no muestra una realidad, sino una interpretación de ella. Trabaja bajo la premisa del análisis de sucesos, espacios y periodos de tiempo, hilvanando un collar de ciudades ideales que nos cambiarán la vida. La civilización siempre se ha erigido sobre sociedades erosionadas. Hábitos abandonados en el tiempo que generan sedimentos estériles y que remiten al esplendor de un tiempo pretérito. El tiempo no se puede detener, pero posee una característica inherente: cuestionar la lógica indiscutible.

Un arquitecto se encarga de proyectar lo invisible y tejer una verdad convincente. Hasta que esas utopías se encuentran con la realidad, y la experiencia se encarga de demostrar con gran frialdad sus numerosos puntos débiles. Navegamos a la deriva, dejando que la corriente de la vida nos arrastre. ¿Existe algún método mejor que la planificación? Evidentemente no. Carecemos de máquinas para trasladarnos en el tiempo, pero podemos afinar la puntería. Basándonos en la intuición más básica, en la búsqueda del origen, proponer nuevas respuestas a un mundo en constante cambio. Aunque la convergencia de múltiples disciplinas y personas heterogéneas que implica aboca a un fracaso seguro.

El mundo interconectado en el que vivimos nos permite desplazarnos de forma virtual por todo el mundo gracias a un sistema global llamado “internet”. La generación Z o posmilenial son los llamados nativos digitales y no conciben salir de casa sin su móvil con acceso a internet. Un arma todopoderosa que les permite “enfrentarse” a cualquier riesgo que pueda atentar su frágil vida y garantizar el retorno a su vivienda familiar en perfectas condiciones. Por último, para los intrépidos viajeros existe la posibilidad real de desplazarse directamente a numerosos países del mundo; burbujas turísticas que reproducen las condiciones vitales de nuestro lugar de origen. Y para los más atrevidos, queda el resto de territorios, algunos de los cuales no resultan muy atractivos (franja del Sahel, Hahití, Corea del Norte, Afganistán, Gaza, Ucrania y un largo (cada vez mayor) etcétera.

La globalización nos acerca, pero también nos mata. Al menos en la actualidad, cuando las energías renovables acaban de subir al escenario. Los actores más veteranos (derivados del petróleo, gas, energía atómica, etc) se niegan a retirarse de la escena, en gran medida por el gran público que les aplaude y demanda su presencia como protagonistas de la obra teatral que tanto les hace disfrutar.

El modelo de vida occidental es un espejo en el que los habitantes del tercer mundo quieren verse reflejados. Un espejo cruel, que se rompe en añicos y asesina a miles de personas cuando intentan atravesarlo. Y no me refiero únicamente a los desesperados seres humanos en su proceso de migración, sino también a los que, carentes de recursos, imitan de forma errática el modelo “cool” de comida prefabricada y bebidas azucaradas. Un creciente hábito de consumo en algunos países de África que está provocando la multiplicación de enfermedades cardiovasculares, entre otras. En definitiva, un espejismo que conduce hacia la muerte.

En la era que vivimos, desplazar personas, mercancías y datos implica un desproporcionado consumo de energía mayoritariamente no renovable. El mundo es un negocio en el que la única regla respetada por todos es ganar dinero. Pero yo quiero afirmar con rotundidad que no todo vale.

Personas. Los viajes en vehículo particular no compartido, barco, avión, etc suponen una insoportable producción de contaminación medioambiental. La vertiginosa era que habitamos ha supuesto, entre otras cosas, la democratización de los vuelos comerciales. Los precios ajustados por la feroz competencia y la sed de “vivir” de cada uno de nosotros hacen de la aviación un sector con músculo de acero. Por no hablar de los jets privados, un exclusivo resort del tiempo para un elenco de acomodados clientes. A pesar de la producción de dióxido de carbono o nitrógeno y los restos de hollín. ¿Para cuando la generalización de combustibles de origen vegetal? Porque adquirir bonos de compensación de emisiones me resulta pueril. El máximo exponente del green-washing.

Mercancías. Su producción en fábricas deslocalizadas respecto al primer mundo implica asumir una desorbitada factura medioambiental. Los grandes cargueros que recorren el océano Índico, Atlántico o Pacífico provocan una emisión brutal de CO2 a la atmósfera. Y además, en muchas ocasiones “pierden” contenedores en mitad de su recorrido contaminando los océanos y la fauna marina. Los camiones, aviones y trenes a carbón completan la cadena del despropósito en esta absurda carrera del consumismo en la que vivimos absortos. La carretera conlleva el 95 % de la producción de gases de efecto invernadero.

Nos hemos acostumbrado a bailar con la música que suena de fondo, adquiriendo objetos que no necesitamos. Un cúmulo de intenciones que proyecta nuestros deseos en una vida futura que nunca llegará a hacerse realidad.

En este contexto, Amazon controla casi el 50 % de las ventas online en EEUU. Y en el resto del mundo, posee igualmente una cuota importante. Entre otras cosas, porque se encarga de destruir a la competencia con prácticas poco éticas o ilegales. Su emisión de CO2 no para de crecer y sin embargo apenas adopta medidas para reducir la huella ecológica. Y no solo contamina, también perjudica la movilidad en nuestras calles sin tributar apenas nada en nuestro país. Vamos, un chollo.

Los embalajes plásticos de toda esa mercancía cimentan otra forma de contaminación medioambiental cuyo destino final son nuestros mares. Y desde allí, todos conocéis el recorrido de la cadena alimentaria hasta el plato de nuestra mesa.

Por si fuera poco, la fabricación de armas y munición es la cerise sur le gateau. Que además es un producto de consumo con la finalidad de matar, destruir y obligar a contaminar en la necesaria reconstrucción de los entornos construidos aniquilados. Un dispendio económico y medioambiental absurdo que podría erradicarse con un entendimiento entre las personas del mundo. ¿Qué sencillo, no? Pues no; el diálogo y el respeto es el idioma más complicado de practicar.

Datos. En España la población permanece de media más de 6 horas diarias conectada a internet. El consumo de datos a nivel mundial aumenta año tras año y con ello su capacidad de almacenamiento. Debe recordarse que es necesario contrarrestar el calor que generan los servidores en el proceso de computación. Por ello España está ganando protagonismo en la implantación de centros de almacenamiento de datos gracias a su ajustado precio de energía y su potencial en energías renovables.

Pero hay mucho más: fabricar todos esos objetos que adquirimos en nuestra vida diaria (a golpe de click o en una tienda física de nuestro entorno) suponen de la misma manera una descomunal producción de residuos tóxicos para el planeta. Desde la producción de un vaquero y su obsceno derroche de agua, pasando por la crianza de carne de ternera para consumo humano y terminando por las baterías de litio que incorporan esos móviles que renovamos cada dos años.

Pero hay mucho más. La construcción supone un brutal gasto de energía (directo e indirecto), además de una ingente producción de residuos. Por fortuna, las normativas surgidas en los últimos años han contribuido a reciclar los residuos generados, aunque su incidencia en el global hoy día resulta ínfima.

El modelo económico actual es insostenible. Ya os hablé del “decrecimiento” y el consumo responsable. Por ello, es importante que todos  reflexionemos acerca de nuestra huella medioambiental. Tú también, apreciado lector. Es cierto que hay muchas cosas que no puedes cambiar, que conciernen a las multinacionales y a los gobiernos. Pero al mismo tiempo hay muchos otros gestos que puedes hacer en tu día a día. Consumir menos. Y más verde, más saludable. Sin renunciar a comer carne o coger un vuelo. Pero con moderación. Utiliza más la bici, el transporte público (sobre todo si es eléctrico), deja el coche, pasea y haz tu mismo los recados que puedas, come más producto local y de la tierra, compra en tienda física, de tu barrio, no fumes, ahorra agua, no derroches energía en tu casa (lámparas, calefacción, climatización, móvil, etc), no compres lo que no necesites, recicla…Y como estos, muchos otros pequeños gestos que se te ocurran.

El comercio de tu pueblo o ciudad necesita tu apoyo para subsistir y crear ambiente en sus calles. Y con el pago de sus impuestos, los ayuntamientos garantizan la existencia de parques, bibliotecas y centros de día, entre otros. La próxima semana comienza la 10ª edición de “Concéntrico”, el Festival Internacional de Arquitectura y Diseño de Logroño, en la que se propone nuevos usos del espacio público para fortalecer la idea de comunidad. Os invito a acudir, si podéis, porque sin duda será muy interesante.

En este mundo interconectado, cada detalle cuenta. Yo soy muy consciente de ello y aporto mis conocimientos para sensibilizar a las personas que me rodean. Aunque lo más importante es la acción. Los gestos que contribuyan a mejorar la vida en nuestros pueblos y ciudades. Cuidando las calles, sí, y el medio ambiente, pero también respetando a las personas.

Arquitectura y persona son dos realidades que se tocan en un instante preciso, como las manos de Dios y Adán en el fresco más famoso de Miguel Ángel ubicado en una de las bóvedas de la Capilla Sixtina. Un acto provocado por una pulsión interior, la pasión, que permite proyectar espacios para la vida. Estar sin estar, simplemente para que las cosas sucedan. Un abrazo entre la geometría y la vida que pretende mostrar el infinito poder del amor.

En muchas ocasiones buscamos gestos heroicos lejanos, aunque los grandes gestos se producen muy cerca. El arquitecto es el puente entre lo abstracto y lo concreto, un nexo polivalente al servicio de las personas que las protege de los peligros del mundo exterior. Y de que la vida no se precipite al vacío. Al menos en teoría, porque siento que nuestro poder de convicción es cada vez menor.

Avanzar es obviar los límites establecidos y replantearse los axiomas vigentes. Actuar en escenarios recién inaugurados es un reto al que nos enfrentamos cada día. Y yo, como arquitecto, es la parte que más me apasiona de mi profesión. La creatividad es una puerta a otra dimensión. Implica vivir con los ojos abiertos para poder atravesar las capas que envuelven la realidad.

La ardiente pasión conectiva por las redes sociales, el e-commerce y los viajes low-cost se ha transformado en una pasión ardiente pasión colectiva. Un hecho sin precedentes que destruye el modelo de ciudad que conocemos. El tiempo nos mostrará las consecuencias, aunque las evidencias son tan claras que no podemos permanecer inmóviles.

No sé qué mundo existirá dentro de 50 años, 100 años… Ya lo he dicho en otras ocasiones. En realidad, tengo serias dudas de que haya algo parecido a lo que hemos conocido hasta ahora como “sociedad” y “mundo desarrollado”. La creciente escalada bélica me invita a ser pesimista aunque yo me resista. Se ha escrito mucho sobre la paradoja que supone la supuesta conectividad entre las personas y el creciente individualismo. Y puede que os parezca un ingenuo, pero no comprendo la descomunal cifra de delitos penales que se cometen a diario en nuestro país. Y la enorme cifra de tráfico y consumo de drogas, de prostitución, de muertes violentas… ¿Pero realmente se puede hablar de un modelo de ciudad y de sociedad con estos valores? A mí hay piezas que no me encajan en el puzle. El odio es una buena anestesia para el dolor, así que la primera acción (del arquitecto y del mundo) debería ser trabajar para aliviar ese dolor.

Mi ingenuidad desaparece cuando alguien me pregunta si la arquitectura puede cambiar el mundo. Porque evidentemente no. Solo aspira a mejorarla, como ya he escrito en anteriores ocasiones. Yo propongo espacios en los que todo sea posibilidad.

Pensar que los males que pudren la convivencia se resuelven cambiando el escenario resulta pueril, porque es necesario actuar sobre el origen del problema: el comportamiento humano. Y ahí, la arquitectura poco puede hacer.