casa 33

el proyecto de toda una vida…

Me encanta recorrer todos esos pequeños pueblos que rezuman aromas del pasado. Aquellos en los que cada piedra habla de su origen, cada vivienda de su dueño y cada calle de sus habitantes. Y el pueblo, en sí, del peso y el paso de la historia.

En una visita reciente a las tierras malagueñas que vieron nacer a mis padres, descubrí una pequeña población llamada Frigiliana. Fue una inesperada y muy agradable visita.

Sus retorcidas calles se estrechan abrazando al sol para dejarlo sin respiración, mientras las escalonadas casas se refrescan a la sombra con el color nieve que recubre sus fachadas. Estos gélidos paramentos quedan protegidos por rejas y balcones metálicos de un negro azabache, acompañados por unos faroles del mismo material que iluminan las noches más oscuras.

El suelo empedrado de sus calles queda salpicado de tiestos con pequeñas plantas que añaden un punto de frescura y color al lugar.

Como una moneda que posee dos caras, el pueblo ofrece una parte pública, más hermética y una parte privada, abierta hacia el lado opuesto en terrazas al aire libre.

Al recorrerlo descubrí  la inmensa similitud que posee con todos esos pueblos que abrazan el mar mediterráneo, incluyendo los que emergen desde sus aguas. Desde islas en Grecia, hasta pueblos de Túnez, Italia o España. Y es que aunque pertenecen a culturas muy diferentes, comparten un mar y un clima que las devuelve a una arquitectura vernacular basada en los mismos principios; la adaptación al entorno y el aprovechamiento de los recursos naturales: tierra, sol, aire y agua. Esos principios a los que en la actualidad queremos volver, a pesar de que para conseguir nuestro objetivo arrasemos el entorno por el camino.