Soy un humilde arquitecto de una pequeña ciudad situada al Norte de España. Siempre quise proyectar grandes edificios, como si esto fuese lo normal al alcance de cualquier arquitecto. Parece que cuando estudias en la Escuela, eso es lo normal. Nadie lo cuestiona. Hasta que aterrizas en la realidad y ésta se encarga de ponerte con los pies en el suelo. Sin embargo, me siento muy afortunado: amo lo que hago. Proyecto, escribo y dibujo con el corazón, y cuando uno hace las cosas así no tiene miedo a nada. Porque nada puede salir mal. Tengo metas, sueños, ilusiones. Y la primera – mi casa 33- está por fin más cerca que nunca.
La mayoría de mis proyectos están relacionados con pequeñas obras de rehabilitación: desde supresión de barreras arquitectónicas en portales hasta reformas de baños, pasando por la restauración de cubiertas de madera o remodelaciones integrales de viviendas .No sin olvidar todo tipo de informes técnicos, I.T.E y múltiples trabajos derivados de mi cualificación técnica. Todo ello ha implicado que en numerosas ocasiones he tenido la necesidad de acceder al interior de muchos y muy diversos hogares. Algo que hoy día se ha extendido de tal forma que rara es la semana en el que no accedo a una decena de pisos.
Al cruzar el umbral de cualquier hogar uno no sabe muy bien en qué territorio se está adentrando, porque en muchas ocasiones las apariencias engañan: para bien y para mal. Puedes encontrarte con la mayor colección de soldaditos de plomo de toda la Comunidad Autónoma, o toparte con una plantación semi-industrial de marihuana: algo que te pone en la encrucijada de hablar o callar aunque el silencio suele ser el mejor aliado en estos casos.
Siempre se ha dicho que la vivienda es el reflejo de una forma de vida, y no puedo estar más de acuerdo con esta aseveración. En mis años de profesión he visto todo tipo de casas: viviendas nuevas, antiguas, grandes, pequeñas, luminosas, oscuras, modernas, clásicas, limpias, asquerosas, ordenadas, descuidadas, vivas y muertas. De todo. Al principio me daba pudor asomarme al balcón de las vidas ajenas, pero ahora lo hago con absoluta normalidad. En mi caminar puedo tomar apuntes y fotografías, y aún me sobra tiempo para barrer las casas con la mirada. Un gesto que me permite descubrir en pocos segundos la vida de sus moradores.
También me siento afortunado porque tengo más suerte que la fotógrafa Gail Albert Halaban, cuyo interesante proyecto “Out my window” aborda la importancia del lenguaje de las ventanas en la arquitectura. Tanto por su expresión hacia el exterior, dentro de un conjunto en armonía, como por lo que esconde detrás de esos paneles de sílice, testigos mudos de infinitas vidas.
En dos ocasiones diferenciadas he tenido que visitar viviendas que se han quemado. Por diferentes motivos. Una ardió desde dentro y la otra desde fuera, afectando al interior. Siempre por negligencia del ser humano. Un fuego que todo lo destruye, y que no entiende de recuerdos o personas. Puedo asegurar que impresiona mucho. Sobre todo cuando de repente te agachas y descubres bajo un sofá una sandalia de niño, con sus colores alegres y llenos de vida, y tu cabeza imagina el amor que allí habitó. Como en la novela de Eloy Moreno ¨Lo que se esconde bajo el sofá”, donde se describe con una tremenda belleza todos los secretos que atesoran las paredes de un hogar, la monotonía de la vida cuando uno muere en vida y lo fácil que puede resultar salir de ella con un pequeño movimiento.
No sabía que en Vitoria todavía hubiese tantos edificios con estructura de madera. Pero los hay. Y no solo en el Centro histórico. Vigas, cabios y solivos agotados por el peso y el paso del tiempo, que anhelan su retirada para dejar paso a los más jóvenes: robustas escuadrías de alerce, roble o pino norte.
Muchas casas esconden secretos que jamás serán desvelados. Las paredes hablan en silencio y a mí me gusta escucharlas. Acompañado de una afable anciana que me explica cómo pasó toda su vida cosiendo en su atemporal piso del casco antiguo de mi ciudad, entre visillos desgastados, libros amarillentos y fotos de otra época. Ahora su marido apura los últimos meses de vida, en una lucha con un cáncer que le dijo hace más de un año que iba a poder con él. Y todavía no ha podido quitarle lo más valioso: su vida, y la compañía de su maravillosa mujer. Una mujer que pronto quedará viuda y sin hijos entre aquellas paredes que en otro tiempo fueron blancas y lustrosas.
En la misma calle, un poco más arriba, accedo a otra vivienda en la que apenas puedo estar de pie por la escasa altura que hay en todo el piso. Un lugar que su propietaria dejó hace más de dos años, pero que parece que hubiera estado allí hasta ayer mismo. Una persona que todavía vive, en una residencia, rozando ya el siglo de vida. No tuvo hermanos, ni marido, y mucho menos hijos. Pero su casa me dice que nunca se sintió sola. Alegre, ordenada y auto-suficiente. Aunque ahora no pueda o no desee volver allí más. Supongo que a cierta edad es mejor dejar los recuerdos ordenados y no revolver en el pasado. Para que cuando llegue el día, pueda irse en paz. Una persona que no conozco y seguramente no conoceré, pero de la que me gusta saber cosas. Como si de esa manera yo pudiera ayudarla con mi compañía, allí donde se encuentre. Seguramente a pocos minutos andando desde su anterior hogar.
El tiempo es el mayor de los maestros, aunque desgraciadamente acaba con todos sus discípulos. El tiempo es testigo de nuestra existencia, y la arquitectura es la expresión artística con la mayor voluntad de perdurar en el tiempo. Más que un libro, una pintura, una fotografía o una canción. Vivimos en arquitectura. El “atrezzo” en el que se desarrolla nuestro paso por este mundo. Nuestra búsqueda de la felicidad. De infinitas formas. Espacios muy diferentes o tal vez muy parecidos. En muchos casos, nunca lo sabré.