En un mundo globalizado, toda acción provoca una reacción. O muchas, dependiendo de la dimensión de la primera. Europa asiste atónita a un nuevo desafío: un conflicto bélico que nunca debió iniciarse. La invasión rusa de Ucrania (y sus consecuencias) monopolizan la actualidad. La guerra es protagonista inmerecidamente por la sinrazón de su origen y merecidamente, porque cualquier otra preocupación parece baladí frente a semejante inequidad. Su onda expansiva tiene nombre de inflación, encarecimiento desmedido del precio de los combustibles y de la electricidad, paro patronal de transportistas, problemas logísticos, falta de materias primas, graves afecciones en agricultura, ganadería y pesca, pérdida de poder adquisitivo de consumidores, empeoramiento del mercado laboral y de acceso a la vivienda, etc.
En este contexto, continuar con nuestra vida cotidiana como si no sucediese nada, a veces se torna harto complicado. Al menos para mí, ya que debo realizar un esfuerzo adicional para abstraerme y escribir sobre otros temas.
Así que entremos en materia.
Desde mi punto de vista, la palabra “sostenibilidad” está desgastada de tanto utilizarla en los últimos años. Normalmente se aplica a los edificios que conforman nuestro entorno urbano, la movilidad y los dispositivos electrónicos/electrodomésticos que adquirimos. También al creciente e imprescindible reciclaje, entre otros. Porque a pesar de su repetitividad, es un concepto de gran importancia. Sin embargo, como ya he dicho en otras ocasiones, debe ser un parámetro más en las reglas del juego del proyecto arquitectónico/transporte público/comercial, sin centralizar las soluciones estereotipadas resultantes en el sector de la construcción. Es decir, debe de hablarse de este concepto como algo novedoso y dedicarse a emplearlo de forma sistemática sin darle mayor importancia. La novedad ha dado paso a la norma.
En el campo de la sostenibilidad existe un vértice menos explorado. Me refiero, a la aplicación de dicho término a una mayor escala: las ciudades que habitamos. Es decir, a través del planeamiento urbanístico, cuya acción “verde” se ha limitado a acciones muy concretas. La contención del tráfico en las llamadas zonas de baja emisión (ZBE) generalizarán en breve las actuales zonas 30. El Ministerio de Transición Ecológica prepara un decreto que verá la luz muy pronto y en el que se describen qué requisitos deben cumplir. El aumento de zonas peatonales y la creación de jardines son decisiones que trabajan en la dirección adecuada, ya que mejoran la salud de las personas y por tanto, los costes sanitarios.
A pesar de los reveses judiciales, afortunadamente ciudades como Madrid y Barcelona continúan su firme trayectoria para lograrlo. Porque un vehículo contaminante nos perjudica a tod@s, al igual que una persona sin vacunar. Una vez más, solo con un sentimiento de comunidad global podremos superar los grandes desafíos que la vida nos está planteando en los últimos años. Y los que quedan.
Las zonas de bajas emisiones (ZBE) están incluidas en la guía que presentó el Ministerio de Transición Ecológica en noviembre de 2021.Directrices que se centran fundamentalmente en cuidar la calidad del aire y por ende, el medio ambiente. Aunque también se incluyen aspectos como la contaminación acústica o la eficiencia energética, aunque únicamente vinculada a la movilidad en dichas áreas.
Sin embargo, nada se dice de la planificación de las ciudades para conseguir una mayor eficiencia energética. Pequeños cambios que pueden aplicarse tanto en zonas de expansión como en zonas consolidadas. Aspectos que cuiden no solo el consumo eléctrico del alumbrado público gracias a la instalación de bombillas LED, sino que garanticen un mayor aprovechamiento de la energía natural: agua, sol, viento y tierra. Un apartado en el que comenzamos a ver pequeñas incursiones, siempre relacionadas con la instalación de fuentes de energía renovable. Sin duda, orientadas en la dirección correcta. Porque la energía que consumimos debe ser 100 % renovable, o al menos tener ese objetivo hacia el que dirigirnos. La forma de movernos también es muy importante, y debemos reconocer el esfuerzo que muchos municipios están haciendo para garantizar al máximo la movilidad sostenible.
Desde mi punto de vista, es necesario tener en cuenta otros aspectos medioambientales que deberían incluirse en el planeamiento. Por ejemplo, la orientación de las viviendas (espacialmente cuando se trata de bloques en altura), el diseño de espacios públicos abiertos, la existencia de masas arbóreas que controlen el soleamiento, la creación de estanques con agua o la disposición de los volúmenes construidos en función de la orografía. Directrices que no son extrapolables entre ciudades y países, ya que su ubicación geográfica, soleamiento, exposición a vientos, mar, etc hacen que incluso dentro de la misma urbe los criterios de una zona no sean aplicables a otra. Reducir la necesidad de sistemas de climatización es sin duda la gran olvidada en comparación con la reducción del gasto en calefacción que implica el aumento del aislamiento térmico de nuestros edificios.
Las ciudades reflejan su relación con el entorno, su escala de valores, sus preocupaciones y, sobre todo, su poder adquisitivo. Por ello resulta imposible hablar de soluciones globales. Aunque lo que sí es evidente es la necesidad de pensar en conjunto, de cuidar el medioambiente, y dejar a un lado los intereses económicos presentes en detrimento de la salud del planeta en el futuro. La eclosión que produjo la segunda revolución industrial debe abrir paso a una nueva era de involución del desarrollo industrial. Y el modelo de “ciudad compacta y densa” que defienden la mayor parte de los expertos y los políticos “obedientes”. Sin embargo, es algo con lo que difiero completamente. La concentración de personas (alta densidad de población) provoca una profunda herida en el territorio, imposibilitando la convivencia de la mujer y el hombre con la naturaleza. El tradicional automóvil contaminante se pone como excusa para tachar de enemigo a la dispersión en el territorio. Pero existen muchas otras opciones para garantizar la distribución de las personas en núcleos de menor dimensión. En realidad, la concentración de personas favorece la economía capitalista, la calidad de vida individual y egoísta y hasta el reparto del e-commerce. Pero no el medioambiente. Así que la solución debe ser la búsqueda del equilibrio entre el modelo compacto y el disperso.
El cambio climático provoca olas de calor extremo, sequías, inundaciones y huracanes. Situaciones que suponen un verdadero peligro para la supervivencia humana. Por ello, los espacios urbanos deben ser menos compactos e introducir espacios intersticiales dominados por la naturaleza. Y de esta forma, conseguir en su interior un cierto grado de “equidad del calor”, un concepto ya aplicado en París. Un término que se basa en la creación de las denominadas “islas de enfriamiento” y que incluyen espacios no construidos que garantizan el control de los desajustes térmicos derivados del cambio climático. La sombra de los árboles de hoja caduca actúa como una protección solar natural que evita el sobrecalentamiento de las fachadas de los edificios. También de los pavimentos “duros”, por lo que su sustitución por zonas verdes reduce a la mitad su temperatura y por tanto, la concentración de calor en el corazón de las ciudades.
Es decir, reducir la densidad de población mejora la calidad de vida de las personas y del planeta. Esto es algo evidente y que ya sabíamos, pero que nadie está dispuesto a asumir. La calidad de vida de la economía de consumo frente a la calidad de vida de la economía sostenible. Si queremos un futuro, debemos renunciar a la primera. Y si se ponen los medios adecuados (transporte sostenible y eficiente) podemos garantizar la calidad de vida de las personas a nivel asistencial, educativo y social.
Por otro lado, es necesario derribar o invertir en adaptar las zonas que hemos robado a la naturaleza y ocupado con edificaciones especulativas. En caso contrario, el cambio climático acelerará el proceso para que sea ella quien retome lo que justamente le pertenece.
La ciudad la hacen los ciudadanos. Por ello, no basta con reclamar leyes que regulen el funcionamiento de las ciudades y el cuidado del medioambiente. Ni conformarnos con la palabrería de algunos políticos al habla de “espacios de cohesión social y con capacidad transformadora”, “ciudades saludables y equitativas”, etc). Es necesario actuar de forma coherente y conjunta. Para ello, es necesario crear pautas de comportamiento de todos nosotros para que el mundo en el que vivimos perdure (confiando en que nadie pulse antes un botón de activación de ataque con armas atómicas). La pandemia nos ha demostrado que vivimos en comunidad y que la acción de un individuo repercute en los demás. Estamos destinados a convivir. Y ser parte de un conjunto implica una responsabilidad individual que no siempre se ejerce. Seamos solidarios. Pero auténticos. Es mucho más lo que nos une que lo que nos diferencia. La diversidad de pensamiento nunca debería mutar en violencia. Porque como siempre digo, la vida es nuestro bien más preciado.