casa 33

el proyecto de toda una vida…

Vivimos en un universo en constante cambio. Es un hecho constatable. Proyectar edificios que se adapten a todas las personas y a todas las circunstancias es simplemente imposible. Sin embargo, en el comportamiento humano existen unos valores que rigen su existencia y deberían permanecer invariables: sus principios. Responder a ellos es el máximo al que puede aspirar la arquitectura.

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Carme Pigem (un 33% de RCR arquitectes, Prizker 2017) afirma que en origen, la función de la arquitectura fue la protección frente a la naturaleza. Algo que hoy día ha derivado en una situación de un injustificado distanciamiento que debe ser corregido. Yo añadiría que además de “aislarse” de la naturaleza, también se ha aislado de sus congéneres. Mucho más allá de los bares. Por ello, veo necesario revertir el proceso y acercar a las personas entre sí y con el entorno natural.

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Un arquitecto sabe mejor que nadie que en esta vida todo es cuestión de escala. Extrapolándolo al mundo en general, es nuestra forma de decir que todo es relativo. Y esta premisa es aplicable a espacios, tiempo o sentimientos.

El mundo es una gran comunidad que comparte un amplio inmueble: la tierra. Y la pandemia nos ha convocado a una junta extraordinaria para señalar en el orden del día la necesidad de modificar nuestros hábitos de vida. No porque alguien moleste a otro, sino porque el edificio ha comenzado a deteriorarse, al igual que lo hacía la torre de la “banlieu” londinense imaginada por J.G. Ballard para protagonizar su exitosa novela “Rascacielos”.

La falta de solidaridad o directamente el egoísmo de unos pocos se había incrementado en los últimos años, provocando una serie de daños de difícil reparación. Para empezar el aire acondicionado no conseguía reducir en el interior de las viviendas las altas temperaturas de la temporada estival. En las zonas del inferior de nuestro “rascacielos” los más desfavorecidos empleaban chimeneas de leña que provocaban una contaminación de los pasillos y escaleras comunitarias. En dichas zonas, además, se acumulaba una ingente cantidad de desechos de las plantas superiores. Sus moradores lo hacían voluntariamente para intentar obtener una remuneración mínima que les permitiera subsistir, aunque fuese a cambio de incrementar los niveles de metales pesados en su organismo y favorecer así el desarrollo de múltiples enfermedades. Un hecho del que no eran conscientes, o si lo eran, preferían asumir dicho riesgo. Aunque a su vez era el propio inmueble el que comenzaba a deteriorarse, ya que las zonas verdes de la urbanización cada vez eran más escasas y su vegetación, de menor entidad.

La votación prevista al finalizar la reunión comunitaria no llegó a producirse. Las diferencias entre los vecinos eran insalvables. Y el diálogo no llegó a ningún puerto. Surgieron incluso discrepancias acera de la titularidad de un trastero ucranio bajo la escalera soviética, y los vecinos terminaron la disputa a puñetazos. De nada sirvió la mediación del presiente de la comunidad (internacional), porque lejos de amainar los ánimos, el demandante de la titularidad amenazó al resto de los vecinos con cerrar la llave general de gas ubicada en su terraza.

Las diferencias entre vecinos es algo común que desgraciadamente me toca observar desde primera línea de fuego. Nuestro hogar es nuestro refugio: el espacio más íntimo donde nos desnudamos, en todos los sentidos. Bueno, considerando que todas las personas lo tengan; algo que, desgraciadamente es mucho suponer. No solo por la pobreza del propio país, sino por la destrucción a la que se ven sometidas las ciudades en tiempos de “operaciones militares”. Refugiados forzosos de primera y de segunda clase que, desconcertados, simplemente desean tener una vida tranquila y en paz.

Nuestra casa es el lugar en el que debimos guardar el forzoso confinamiento impuesto por los mandatarios de nuestro país, aunque ahora todo aquello quede ahora en un borroso recuerdo. Un hito en la historio que designó la vivienda como un bien necesario para la salud pública.

Y todas esas unidades habitacionales son pequeños fragmentos de un gran “todo”, como lo son las moléculas que componen la materia. Entre ellas, el vacío; todo ese espacio intersticial que el ser humano recorre de forma más o menos sostenible para trabajar, socializar o ayudar. Por ello es fundamental la cohesión social que garantice la unidad del conjunto. Parece sencillo, pero el ser humano se empeña en que no lo sea.

La convivencia a pequeña y gran escala es una evidencia. La densidad de población es determinante para aplicar las medidas adecuadas en cada circunstancia. Eso sí, siempre cumpliendo unos mínimos de habitabilidad, frente a propuestas como la Residencia de estudiantes Munger Hall en California (bautizada popularmente como Dormzilla), una colmena que atenta contra cualquier principio de salud física y mental.

En cualquier caso yo defiendo la necesidad de espacios comunes no vinculados al consumo forzoso. La economía y el gasto deben quedar separados físicamente de los lugares privados comunes. Espacios para la vida, protegidos de las inclemencias meteorológicas, y que incluso podrán tener un carácter semipúblico. Favorecer la interacción humana resulta fundamental para recuperar la humanidad perdida. El espacio público ha quedado obsoleto en la era digital para determinadas actividades y sobre todo, para el intercambio social transversal. Lugares que deben ser flexibles para adaptarse a las necesidades cambiantes, más allá de la peatonalización de los centros urbanos.

Este tipo de espacios es más común en otros países de Europa, donde quizás no presuman tanto de su alta socialización pero que demuestran con ellos una mayor interacción entre vecinos. Zonas comunes compartidas sin renunciar a las necesarias zonas privadas.

En algunos casos, la existencia de estas estancias en el interior y exterior del edificio residencial responde a un planteamiento previo efectuado por el colectivo de personas que residirán en él. Una figura que se recoge dentro del concepto “cooperativa” y que puede disponer de múltiples variantes. En nuestro país podemos encontrar ejemplos como “Entrepatios”, la primera cooperativa ecosocial de vivienda en derecho de uso de Madrid. Como se definen en su propia web, está formado por un grupo de personas heterogéneo con un objetivo común: poner en práctica otras formas de vivir en la ciudad que no permitan la especulación inmobiliaria, tengan en cuenta la sostenibilidad ambiental y creen comunidad. En concreto, el régimen de “cesión de uso” (en lugar del régimen de compra u alquiler) y que permite disfrutar de una vivienda y participar en la toma de decisiones sobre ella y su diseño, pero sin llegar a adquirirla en propiedad.” Este modelo resulta predominante en otros países como Suecia o Austria, pero absolutamente minoritario en España y vinculado además a clientes senior. Evidentemente, es un arma poderosa frente a la especulación inmobiliaria, y defiende unos loables ideales. Sin duda, nos encontramos ante el germen de un proceso de gran potencial, donde los protagonistas del proceso constructivo (desde la elección del solar hasta las distribuciones interiores). Esta última característica supone la democratización de dicho proceso edificatorio, pero desde mi punto de vista resulta de muy difícil aplicación en la práctica diaria.

El cohousing verde también dispone de su versión más “Boho chic”, como la promoción “Boadilla Hills” del fondo BWRE prevista en Boadilla del Monte (Madrid). Y otras intermedias, como la propuesta “Distrito Natural” de SATT arquitectos.

Algo es evidente: las viviendas deben ser versátiles. Es la única forma de dar respuesta a las necesidades cambiantes de la sociedad y de cada individuo a lo largo de su vida. No debemos olvidar que al comprar o alquilar una vivienda el cliente final “adquiere” un producto terminado estandarizado que en absoluto ha tenido en cuenta sus necesidades particulares. Homogeneizar el producto sí, pero solo en lo que relativo a la libertad de usos.

Por otro lado, los espacios deben ser inclusivos. Algo que sucederá de forma paulatina. Y lo hará sin estridencias, como respuesta a una demanda social basada en el respeto, la solidaridad y la empatía. La educación es la base que debe regir esa nueva convivencia. El coronavirus nos sirvió de ejemplo. Aunque el ser humano a veces demuestra tener menos memoria que un diminuto pez. Somos una comunidad. Y de nuevo pasamos a una cuestión de escala. En la convivencia diaria, los ideales chocan estrepitosamente contra el egoísmo individual, la falta de empatía y la escasa responsabilidad de limpieza, uso y manejo de espacios y objetos no propios. A otra escala, en España la ausencia de valores puede suponer un hurto al descuido pero en otros países un tiro en la cabeza para “agarrarte los tenis”. Las desigualdades no justifican ningún tipo de violencia. Pero precisamente cuando se habla de ciudades del futuro no se menciona normalmente la necesidad de garantizar unas mínimas condiciones de vida dignas para todas las personas. Eso sí, tampoco de forma gratuita, salvo casos justificados. Las ayudas siempre deberían estar condicionadas a un compromiso de esfuerzo por la parte receptora. Una aportación en forma de trabajo. Porque el mundo es un barco en el que todos sus habitantes deberían remar en la misma dirección. Sin duda, una utopía, ya que la corrupción generalizada que tiñe la atmósfera  es demasiado densa como para diluirse a medio plazo.

La sostenibilidad es muy importante, pero pasa a un segundo plano cuando se trata de garantizar nuestra superviviencia. Algo que, insisto, comienza con la educación y el respeto al prójimo.

El futuro es incierto y resulta imposible prever cuál será la próxima crisis global. Quizás ya estemos inmersos en ella. Tal vez se llame Tercera Guerra Mundial. Lo que sí es seguro es el deseo de permanencia de todas las personas que conformamos esta gran comunidad llamada “Tierra”.