Hace escasas semanas disfruté durante unos días de la Ciudad de Barcelona. Una ciudad que he recorrido en numerosas ocasiones fuera de los círculos turísticos y en años en los que la ciudad condal era muy diferente. La primera vez fue hace 29 años, en 1995, pero de ese viaje y del círculo que se ha cerrado con esta última visita os hablaré en el próximo post.
Llevaba tiempo deseando volver, pero por diferentes motivos no me había sido posible. La arquitectura catalana ha sido siempre un referente a nivel nacional, motivo más que suficiente para acercarse periódicamente hasta esta comunidad.
En esta ocasión no voy a enumerar las obras y lugares que he visitado. Aunque la búsqueda de un edificio se convierte en el punto de partida para desarrollar una nueva reflexión. Fue el último viernes de agosto. Después de una sorprendente vista a la Sagrada Familia del año 2024. Una vez que nos encontrábamos en el corazón del barrio gótico decidimos acerarnos a una de las citas previstas en mi “hoja de ruta” para esta escapada: la Escuela Massana y el edificio de viviendas en la Plaza Gardunya, dos intervenciones de Carme Pinós a escasos metros de Las Ramblas. Detrás del bullicioso Mercado de la Boquería, donde algunos turistas deleitan una parrillada de mariscos sin saber el nombre de la mitad de los ejemplares que la componen. Pero tienen dinero para hacerlo y lo hacen. Un espacio devenido “cutre” precisamente por la fauna que lo frecuenta pero que sin embargo acaba de obtener el galardón de “Mejor mercado del mundo” según la publicación Food &Wine. Un “must” para cualquier guiri que se preste, para hacerse un selfie entre exuberantes puestos de frutas tropicales y mesas decoradas con paellas congeladas. Justo en ese punto en el que concurren el hambre, el dinero y la ignorancia, aderezados con un toque de mal gusto y miopía social.
En el plano arquitectónico, Carme Pinós realizó una intervención que yo vi en obras en mi última visita (2017): la ampliación del propio Mercado de la Boquería por la fachada posterior. Aunque este tipo de obras se convierte en invisible por efecto de la actividad que se produce a ras de suelo y el filtro de “happiness” que lo inunda todo.
El camino hasta la escuela Massana me resultó especialmente conmovedor por la sucesión de cuerpos humanos inertes con el que nos fuimos encontrando por el sucio suelo de la ciudad. El pórtico con arcos que rodea perimetralmente el mercado actúa como foso medieval frente a la decadencia extrema. Una realidad que se muestra en cada rincón del barrio del Raval, Gótico y Born. Como si se tratase de una ráfaga de viento que hubiese esparcido la basura por toda la ciudad, así tropecé yo con todas esas vidas humanas sin rumbo. Porque donde otros ven un resorte para girar la cabeza hacia otro lado, yo veo personas que necesitan ayuda.
En la esquina superior de la imagen que encabeza este post se aprecia el revestimiento cerámico que Carme Pinós eligió para la fachada de la Escuela Massana. Una fotografía que produce escalofríos, sobre todo cuando la hice ante la pasividad del mundo. ¿Por qué cubrirse la cabeza con una bolsa opaca? ¿Para no ver el mundo? ¿Para no escucharlo? ¿Por vergüenza de uno mismo? ¿Para probar suerte y no despertar nunca más? Aterrador.
Realmente, la situación geopolítica actual es terrorífica. La Tierra tiene 4.500 millones de años y el ser humano solo ha habitado en ella durante su parte final, un pequeño periodo de tiempo en comparación con el resto. Y parece empañado en volver a dejar el planeta sin vida inteligente. Unas cenizas humeantes será todo lo que quede de nosotros si algo no cambia de forma urgente. Me da miedo, mucho miedo.
Cuando paso las páginas del periódico “El País” a menudo encuentro en página impar (las más cotizadas) anuncios para realizar una escapada relajante a un hotel en el Caribe o un crucero de lujo por el Mediterráneo. Anuncios que prometen felicidad y descanso, mientras en páginas pares recogen imágenes de migrantes exhaustos tras una agónica travesía por el mismo mar Mediterráneo, familiares destrozados por la muerte de sus hijos, mujeres o amigos en mitad de un bombardeo indiscriminado o personas sin recursos que sueñan con una vida digna. Además de Ucrania, Gaza y Sudán, ahora se suman los ataques de Israel sobre Hizbulá en El Líbano. ¿Por qué nadie hace nada?
En este contexto, leo un artículo sobre “el tercer espacio”: un término que hace referencia a los espacios compartidos que buscan favorecer la interacción entre las personas. Habitualmente asociadas con el entorno laboral (trabajo semipresencial), también se aplica en los casos de clubs privados que garantizan la discreción, la libertad y sobre todo, la exclusividad.
Un icono de este paradigma podemos encontrarlo muy cerca del templo de la gastronomía catalana que os he mencionado antes. Me refiero al hotel “Mandarin Oriental”, en pleno paseo de Gracia. La pasarela de acceso al interior de este majestuoso espacio te transporta de una dimensión de la que deseas escapar y te conduce hasta otra en la que deseas hallar refugio. Un puente que separa dos mundos: el bullicioso, sucio y vulgar espacio exterior (a pesar del maquillaje que aportan las lujosas tiendas que se arremolinan a su alrededor) y el silencioso, rutilante y refinado espacio interior.
No lo critico, siempre y cuando vaya acompañado de sensibilidad hacia los demás. Porque de otro modo, se erige en preocupante síntoma del rumbo de nuestra sociedad que confirma la enfermedad de nuestra humanidad. En definitiva, un sistema para perpetuar el elitismo entre un elenco de ricos insensibles a las verdaderas necesidades de las personas que las rodean. Algo que no es nuevo como acto sociológico, ya que también sucedía en las primeras civilizaciones de Grecia y Roma.
La exclusividad no es negativa en sí misma: yo la practico en mis proyectos pero como actos inclusivo. Utilizar la creatividad para innovar. Y con ello, buscar mejores diseños para mejores vidas. Pero siempre explorando sobre el terreno de los que nos une. Porque no somos islas, como tampoco lo es el Mercado de la Boquería en un mar de decadencia. Es momento de romper la monotonía del hambre, el dolor y la guerra. Solo existe un espacio físico en el que vivir sin refugios. La armonía de la civilización debería ser una frase con significado, pero en este momento la sintaxis se ha roto y algunos miembros parecen no tener cabida en el texto. Como si tuvieran que arrastrarse para conseguir el estatus de ser humano.
Los arquitectos tenemos el firme compromiso de trabajar para mejorar el mundo, pero la realidad no nos permite cumplir con nuestro cometido. Necesitamos la ayuda de todas las personas. Porque nadie es más que nadie, y vida solo hay una.