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el proyecto de toda una vida…

El mundo se mueve. La humanidad, también. En el espacio y en el tiempo. Por placer o por obligación. Para visitar los templos de Thailandia, para ir a trabajar al centro financiero de nuestra ciudad, para comprar en el supermercado o para huir de la muerte en Siria. Micro-movimientos continuos que conforman una infinita red de aleatorias trayectorias. A una velocidad vertiginosa, que se ha visto drásticamente paralizada por el mal llamado confinamiento.

No sabemos qué va a suceder tras la irrupción del coronavirus en nuestro presente. En muchos aspectos. Demasiados. El modo de vida actual nos lleva a consumir más, vivir más, viajar más y vivir más deprisa. Los desplazamientos por trabajo y por ocio han crecido exponencialmente en los últimas décadas, algo que evidentemente ha aumentado la huella ecológica de todos y cada uno de nosotros. Junto al consumo de otros bienes innecesarios. Para mí, viajar normalmente está relacionado con la búsqueda de inspiración. Porque abandonar mi entorno provoca una creatividad inusitada en mi cerebro que enriquece enormemente mi trabajo. Y mi vida. Claro. No soy el único.

Nos encontramos en un momento de cambio. El ser humano tiene una gran capacidad de adaptación al medio (como se ha demostrado en la teoría de la evolución), pero los cambios trascendentes se producen siempre de forma sosegada. A veces parece que el devenir de la humanidad se acelera, como las aguas de un río al aproximarse a una zona de rápidos. Y otras veces se detiene, como en el forzado confinamiento que hemos vivido recientemente; un hecho que nos ha hecho replantearnos algunos principios, aunque en esencia mantenemos el mismo marco de preferencias. Habitamos un planeta en precario, y debemos coexistir con la naturaleza en unas adecuadas condiciones de respeto hacia ella. En esencia, porque se ha demostrado que somos más débiles y porque ella no nos necesita para seguir su curso.

Este punto de inflexión en el que nos hallamos nos ha obligado a improvisar constantemente. La tecnología está marcando el rumbo del barco en el que viajamos, aunque no siempre el ser humano sea lo suficientemente rápido para alcanzar la tan ansiada vacuna.

El calentamiento global es ya una realidad y posiblemente haya influido en la propagación del maldito virus. El margen de maniobra ha resultado ajustado. La deslocalización se tambalea y es momento de repensar el consumismo que nos rodea. Es evidente que el dinero mueve el mundo y los intereses ocultos que mueven negocios multimillonarios no  están especialmente preocupados por el planeta. Aunque deberían. Cuidar el medio ambiente tiene que ser una prioridad, y todas las medidas que caminen en dicha dirección deben ser bienvenidas.

En dicho sentido, por ejemplo, se ha realizado recientemente una propuesta para penalizar económicamente a los que más contaminen, incrementando por ejemplo el precio del billete para aquellos usuarios que más viajen en avión. Recordemos que las emisiones de CO2 a la atmósfera de todos los aviones que sobrevuelan diariamente la superficie de la tierra son salvajemente demoledoras. En lugar de tener puntos de bonificación, como hasta ahora, habría una penalización por ser viajero habitual. Una medida que dudosamente llegará a aplicarse por la complejidad de la casuística que converge y también por la escasa eficacia de la medida. Hasta ahora, todas las medidas que han implicado pagar más por contaminar (a nivel industrial, doméstico, de movilidad urbano, etc) o bonificar a los inmuebles menos contaminantes (bonificaciones del IBI, etc) han tenido una repercusión muy limitada.

El problema es complejo. La verdadera solución es limitar el consumo, fabricar de forma eficiente y establecer medios de transporte (y por supuesto edificios) menos contaminantes. En ellos estamos, dirá alguno. El problema es que queda mucho por recorrer. Afortunadamente, a veces conocemos medidas que intuimos marcarán la tendencia del futuro. Me refiero al sistema de movilidad que ha implantado Luxemburgo: eliminar las tarifas de todos los transportes públicos de todo el país. Sí, no solo de los trayectos urbanos, sino también de los interurbanos. Aunque claro, las dimensiones del país son inusualmente exiguas.

Debe señalarse que hasta este momento recibían una subvención pública del 90 % del importe del billete, por lo que la transición no ha supuesto un gran impacto en las arcas públicas. Sin duda, el anuncio de dicho país es un gran paso que ayudará a mejorar la circulación: reducción de atascos y de emisiones a la atmósfera. Se trata de la salud del planeta y  todos los países deberían plagiar esta medida. De hecho, ya existía un precedente: la ciudad de Tallin (Estonia) aprobó en 2013 por referéndum disponer de un transporte público; la medida aprobada por los ciudadanos estonios se implantó en 2016 y hasta la fecha, el impacto ha tenido escasa relevancia en los desplazamientos urbanos de dicha localidad. De la misma forma, los estudios previos realizados en Luxemburgo indican que el impacto inmediato en las costumbres de sus habitantes será pequeño. Los hábitos (de los que antes os hablaba), la imposibilidad de abarcar todas las poblaciones del territorio y la inexistencia de grandes frecuencias en los principales trayectos serán los culpables. Rapidez y comodidad: eso es lo fundamental para poder ser competitivo frente al coche. Y esto resulta muy difícil de cumplir en algunos casos.

En general, el transporte público recibe subvenciones públicas (en nuestro país, alrededor del 50 %). Es decir, la mitad del billete la paga el viajero y la otra mitad el Gobierno. Un precio que resulta en general atractivo, y que además incorpora diversidad de abonos mensuales o periódicos que aumentan el ahorro del consumidor. Por ello, la negativa a utilizar el transporte público por motivos económicos es prácticamente nula.

La forma más sostenible de crear ciudad es la de tipo compacto, de forma que se eviten desplazamientos innecesarios: vida de proximidad. Aunque esto es algo que evidentemente no siempre es posible. Por ello, en las medias y largas distancias es necesario establecer un sistema de transporte público eficiente, ecológico y barato. Es la única alternativa. Y en los trayectos de proximidad, fomentar el uso de bicicletas y medios de transporte individuales similares. Entendiendo que el coche jamás podrá desaparecer. Ni siquiera en Giethoorn, el precioso pueblo holandés “sin carreteras¨. Resulta evidente constatar que los esfuerzos por restringir el tráfico de vehículos privados por el centro de las ciudades que se están realizando en multitud de urbes de todo el planeta caminan en la dirección adecuada. Igualmente, la ampliación de aceras  y la incorporación masiva de carriles-bici (incluso en las grandes ciudades, donde podría hacerse diferenciación entre las bicicletas convencionales y las eléctricas (y patinetes). De esta forma se permitiría cubrir mayores distancias.  Como sucede en Francia, donde está permitida la circulación de motocicletas por dichos carriles.

Por supuesto, también es fundamental la construcción de edificios sostenibles que reduzcan la huella ecológica, tanto en fase de construcción como a lo largo de su vida útil. En el primer caso, utilizando conceptos de sentido común como la utilización de materiales de proximidad, de producción respetuosa con el medio ambiente y de fácil reciclaje transcurrida su vida útil. En el segundo de los casos, aplicando conceptos básicos de aprovechamiento de soleamiento, incorporación de adecuados aislamientos térmicos y por supuesto, el empleo de energías renovables.

Como reza el conocido lema: “No tenemos planeta B”. Así que pongámonos manos a la obra por nuestro propio bien. Por nuestro futuro. Movilidad, arquitectura y consumo sostenible. Y hagámoslo ya, antes de que la naturaleza vuelva a cansarse de nuestra falta de respeto hacia el medio ambiente y nos deje claro que nosotros, en el planeta, solo estamos de paso.