La Tierra no pertenece al hombre. Aunque él sí lo crea.
La evolución de la humanidad nos ha conducido, entre otras muchas cosas, a una fijación obsesiva por conquistar y poseer todo lo que existe bajo el firmamento. El hombre, en esa lucha a lo largo de la Historia por supervivir, por reproducirse y por transmitir el conocimiento a las generaciones futuras, se ha visto obligado a utilizar la fuerza para conseguir sus objetivos. Contra sus semejantes, y contra la Naturaleza.
La cueva, como primera manifestación del ser humano por encontrar un refugio, un lugar donde sentirse seguro, sirve como punto de partida para la conquista del territorio que le rodea. Gracias a su inquietud por mejorar, hemos conseguido llegar hasta el punto de evolución en el que hoy nos encontramos. El desafío para el hombre es un aliciente, y el duelo con la Naturaleza es el mejor de los combates.
La arquitectura es el mecanismo más certero para la conquista del espacio. No existe nada mejor, pues en sí es un elemento que se presupone resistente y duradero frente al paso del tiempo y frente a los “enemigos”, sea cual sea su naturaleza.
La colonización puede realizarse en horizontal y en vertical. Y precisamente esta última es la que en los últimos siglos (desde la Edad Media) ha movilizado ingentes cantidades de medios humanos que, de forma inhumana en la mayoría de los casos, no ha cesado en su empeño por tocar el cielo.
Y es que el cielo tiene algo especial: ¿está Dios, no? O al menos están las nubes, las estrellas, el sol, la luna…es mágico! ¿Y quién no querría estar tan cerca de los dioses aunque sea por un instante, y después bajar a compartirlo con el resto de los humanos?
Pero es que además de todo eso, supone un desafío ante la Naturaleza, pues tal hazaña implica el desarrollo de nuevas técnicas constructivas, de estructuras complejas, y alimenta ese espíritu que invade al ser humano por mejorar, por superarse, por ser superior frente al resto del mundo.
Las cubiertas de los edificios a los que yo me subo habitualmente por trabajo no superan los 30 metros, y en muchos casos apenas pasan de 12 metros. Pero puedo asegurar que no he conocido atalaya mejor para disfrutar del horizonte posado sobre las montañas, y escuchar el silencio de la ciudad mientras mis pensamientos se enredan con el viento.
Recientemente he leído que lo último en “selfies” es realizar dicha acción desde lo más alto de un edificio o monumento, en la punta más alejada de la tierra al que uno puede encaramarse. Y puedo comprender que, detrás de la estupidez de jugarse la vida en esa “moda”, existe un mismo patrón del hombre por estar, una vez más, cerca del cielo.
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