En esta vida todo es relativo y efímero. Dos conceptos indisolubles. Porque precisamente la temporalidad de los elementos (espacios, seres vivos y sentimientos) están directamente relacionados con la relatividad. La belleza no iba a ser menos: relativa y efímera.
La arquitectura es una manifestación artística con voluntad de permanencia en el tiempo. Quizás, por su naturaleza tectónica, podría considerarse que posee unas cualidades intrínsecas que la hacen más duradera que una canción popular o un lienzo acariciado por el ilustre pincel del pintor del rey. Pero no tiene por qué. Basta con ver las atrocidades cometidas recientemente en Afganistán por los talibanes, la destrucción de Patrimonio de la Humanidad con Palmira o Alepo en Siria o los múltiples expolios a manos de los exultantes ejércitos europeos durante el siglo XX en las cunas de la civilización. Por no hablar del fuego devastador que se extiende sin piedad por nuestro entorno, favorecido por las temperaturas extremas que provoca el calentamiento global. Todavía hay quien lo niega.
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La arquitectura no es solo una metódica disciplina para crear edificios donde acoger personas. Es muchísimo más. De hecho esa es solo la excusa para materializar las inquietudes más creativas y lógicas que el arquitecto alberga en su interior. O al menos así debería ser siempre. Aunque aquí, el abanico de posibilidades es infinito. Tanto como el número de creadores que se enfrenten a un problema concreto, y que recogen el cúmulo de experiencias vividas. El arquitecto hace realidad los sueños del cliente. Y puede hacerlo de muchísimas formas. Proyectamos lo que somos. Nuestra personalidad aflora en cada reto. Aunque desgraciadamente existen muchos condicionantes que no podemos controlar. Factores que pueden resultar negativos, sin posibilidad de reconvertirlos, o que por el contrario pueden suponer una mejora del proyecto. El presupuesto disponible, el gusto del cliente o la asfixiante normativa vigente pueden estrangular la idea original, pero debe lucharse para que no suceda.
La calidad de los espacios arquitectónicos depende fundamentalmente de su proyectista. De su “savoir-faire”, de su experiencia y del tiempo que dedique a ese proyecto. Un tiempo que puede estar determinado no solo por la excesiva documentación que antes os mencionaba, sino por el importe de los honorarios aprobados o por las obligaciones económicas que ese arquitecto tenga. La arquitectura es sin duda, una disciplina compleja y normalmente poco remunerada para la complejidad del trabajo a desarrollar.
La casa es el espejo de una forma de vida, y contribuir a mejorar la vida de las personas a través de la arquitectura es el máximo ideal al que un arquitecto puede aspirar. Muchos arquitectos manifiestan abiertamente su deseo de “mejorar el mundo”, aunque siendo realistas el máximo al que pueden aspirar es a ser un ejemplo de comportamiento a través de su estilo y pensamiento.
La excesiva burocracia que rodea al desarrollo de los proyectos es otro factor que coarta la creatividad. Memorias interminables para justificar un código técnico inabarcable y en constante cambio obligan a dedicar demasiado tiempo a labores poco gratificantes. Por ello es importante tener siempre presente cuál es el fin último, más allá de conseguir edificios versátiles, que resuelvan bien el programa y los recorridos. Nuestro principal objetivo siempre debería ser uno: emocionar. Porque los frágiles cuerpos que nos unen a este mundo rebosan de ilusiones desde que nacemos, y el paso del tiempo no puede contribuir a su desaparición. Ahí es donde la arquitectura juega un papel fundamental.
Los espacios que proyectamos determinan la existencia de las personas que los habitan. La luz, el color, las formas… todo influye en la esfera mental de las personas que utilizan los edificios. Hablo de características que por supuesto están sujetas a gustos, opiniones e interpretaciones. Y además, no todas las personas disponen de las mismas necesidades. Sin embargo, considero que hay unas pautas mínimas y lógicas que siempre debieran cumplirse, aunque desgraciadamente no siempre es así. Por ello, un buen diseño (bello, funcional, atemporal y versátil) puede mejorar mucho la calidad de vida e incluso la salud mental, ya que los espacios que habitamos (sobre todo en la esfera privada) son una materialización de nuestro mundo interior. La arquitectura versátil garantiza el desarrollo de nuestros deseos y por tanto, el cumplimiento de nuestros sueños.
Un edificio es un espacio único en la Tierra y puede servir de referencia para que una persona (o muchas) encuentren su lugar en el mundo. Realmente es algo increíble. Mágico. Para unos será la biblioteca de su ciudad, para otros la mezquita de su barrio y para muchos el salón de su precioso hogar. Sentirnos seguros es una necesidad básica, primitiva, imprescindible para el descanso. A partir de ahí, alcanzar la belleza del soporte (arquitectura) y del contenido (decoración) será el resultado de la voluntad de buscar “algo más”. Los espacios públicos y privados nos gustan o nos desagradan en un momento concreto o durante un periodo de tiempo extenso. A veces toda una vida. Y muchas veces no sabemos ni siquiera por qué. Los recuerdos juegan un papel muy importante en el subconsciente, ya que las experiencias vividas determinan quiénes somos y quiénes seremos. Imágenes que se graban como la luz que hace reaccionar el papel fotográfico de una cámara estenopeica.
Al caminar, percibimos el espacio en su verdadera magnitud. Observamos los diferentes elementos en perspectiva, disfrutando de múltiples sensaciones a través de nuestros cinco sentidos. El tacto, la vista, el olfato y el oído nos trasladan a un océano de experiencias. Un caminar como réplica de nuestro paso por la vida, aunque en este caso el tiempo solo nos permita avanzar en una dirección. Los sentidos sirven para relacionarnos con el medio ambiente; y por analogía, también con el entorno construido.
Conjugar el respeto al patrimonio construido, el entorno natural existente y la lealtad a una arquitectura que refleje el espíritu de nuestro tiempo es una ardua labor. Sin duda. Buscar los mecanismos que garanticen una calidad mínima en un asunto de tanta relevancia no debería ser tan complicado, pero la realidad es que los conflictos e intereses complican enormemente dicho objetivo.
Por todo ello, solo algunas obras consiguen alcanzar el estatus de la eternidad por su gran valor arquitectónico: joyas atemporales como el panteón, la torre Eiffel o la casa Schöeder. Afortunadamente hay muchos más ejemplos que los amantes de la arquitectura sabemos valorar, y en los que muchas veces el emplazamiento contribuye enormemente a formar parte de ese majestuoso elenco. Es el caso del espectacular atardecer en la terraza “nhow” del edificio “De Rotterdam” (OMA) frente al puente Erasmus (Ben Van Berkel) o en el arenal que rodea el Mont-Saint-Michel (Francia).
La arquitectura es como el amor: no se busca, te encuentra. Y te elige ella a ti, no tú a ella. Es muy exigente, y por eso es muy importante ser cada día detallista y atento con ella. Escuchando sus inquietudes, y sabiendo dar respuesta a sus necesidades en cada momento. Así es la arquitectura. Increíble. Un amor por el que merece la pena luchar.