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el proyecto de toda una vida…

Una ciudad dice mucho de sus habitantes, al igual que un objeto muestra múltiples cualidades de su propietario. Tanto por cómo es, cómo está concebida, como por cómo se utiliza.

Vivimos en una sociedad de consumo, donde conducir un exclusivo coche, utilizar una colonia concreta o vestir con una prenda determinada externalizan nuestros gustos y preferencias, y por ende nos “etiqueta”. Dicen al mundo cómo somos.

Los edificios también muestran grandes características de sus propietarios. Una casa es el reflejo de una forma de vida, y como alguien dijo hace muchos años, nunca se conoce bien a alguien hasta que se ha visitado su vivienda.

Históricamente siempre ha sido así. En muchos casos la base de un estilo arquitectónico, el reflejo de una época. Y no sólo ha mostrado las preferencias de la sociedad o de un lobby a nivel estético. También ha actuado como símbolo del reflejo de su poder. Y podría incluirse en este sentido tanto a la Iglesia como a los diversos regímenes políticos que han dominado nuestro planeta en diversas zonas de su geografía (no puedo evitar pensar en Albert Speer, arquitecto de Adolf Hitler).

Las ciudades acogen un complejo cocktail de movilidad, donde las formas de vida (en constante evolución) a menudo dejan obsoletas las infraestructuras y los equipamientos creados. Aunque yo daría un paso más, y diría que el espacio público (que es de todos, o tal vez por eso) se concibe muchas veces como un ámbito residual. No se dedica el tiempo suficiente a estudiar las necesidades reales de los ciudadanos.

A las puertas de una soleada Semana Santa en nuestro país, y situados (por fin, y en teoría) a las postrimerías de la maldita crisis, es el momento de disfrutar de nuestros espacios urbanos y naturales y, con nuestro movimiento, dotar a todos esos vacíos dispersos de una escala y de un sentido humano.