casa 33

el proyecto de toda una vida…

Mi trayectoria laboral siempre ha estado directamente unida al mundo de la construcción. Hace 18 años trabajé como Jefe de Obra en un  edificio público de grandes dimensiones, muy cerca de Vitoria. Recientemente he regresado a este emplazamiento y he podido comprobar el desolador estado en el que se encuentra. Una obra en uso, pero que evidentemente ha envejecido de forma acelerada desde que su inauguración, sin ningún freno por parte de sus responsables.

Una imagen que me ha llevado a realizar una pequeña reflexión sobre los motivos que han llevado al inmueble hasta ese punto. Donde las responsabilidades son compartidas entre todos los agentes que intervienen: promotor, técnicos, constructor y, por supuesto, la administración. Como dice mi amado Rem Koolhaas, un edificio tiene dos vidas: la que proyecta su autor y la que finalmente posee en vida. Y no siempre coinciden. Digamos que más bien, son vidas que se cruzan.

En el caso que nos ocupa ( prefiero no decir su nombre), conozco bien el proceso constructivo. Al detalle. Desde dentro. Porque fui una pieza más del engranaje que controlaba el crecimiento de este colosal  “ser vivo”. Una obra en la que diariamente más de 100 operarios de diferentes sectores unían sus conocimientos para ayudar a dar a luz  a la nueva creación. Un pequeño descampado junto  a la parcela en construcción servía de plataforma logística donde más de una decena de casetas de obra albergaban la base  de nuestro puesto de trabajo. Como un campamento de vaqueros en mitad del desierto, un círculo semi-abierto dejaba un espacio central para dejar los vehículos y permitir las circulaciones de todos nosotros. Diariamente recibíamos nuevos planos. En papel y CD. Planos de estructuras o instalaciones. Detalles constructivos, alzados o secciones. Planos que modificaban las instrucciones recibidas el día anterior por la misma vía. Y que se comenzaban a ejecutar sin saber si mañana sería válido aquello que estábamos ejecutando. Todos los planos eran redactados por el equipo de delineación del estudio de arquitectura-ingeniería que diseñaba el complejo arquitectónico. Y muchos de ellos se generaban como resultado del llamado  proceso de “ prueba-error”. Porque una cosa es calcular en la oficina y otra cosa bien distinta es la puesta en obra, que en más de un caso evidenciaba notables carencias.

Expongo todo esto para dejar constancia de que a grandes rasgos el trabajo del equipo redactor del proyecto fue impecable. A nivel técnico. Sin duda. Era evidente. Pero había algo en todo aquello que a mí no me encajaba. Y se trataba de la calidad arquitectónica del diseño. De la estética de cada elemento creado. Sobre todo a nivel general. Donde yo, en aquel momento y a pesar de mi absoluta ignorancia en obras de esta envergadura, ya presentí. Un edificio que estaba pasado de moda incluso antes de ser inaugurado. Feo. Y que sin duda, poco iba a contribuir en la permanencia de la obra a lo largo de los años. Porque las circunstancias socio-económicas están en constante cambio y son completamente ajenas a la responsabilidad del arquitecto. Pero de lo que sí tenemos responsabilidad cada uno de los arquitectos que ejercemos nuestra profesión libremente, tanto en obra nueva como en rehabilitación, es en el hecho de garantizar la durabilidad en el tiempo. Instante en el que recuerdo una vez más al gran arquitecto de la Roma clásica Marco Vitruvio y los tres principios básicos que debe cumplir cualquier obra arquitectónica: venustas, firmitas y securitas (belleza, firmeza y utilidad).

Tres preceptos que no siempre se tienen presentes, y que sin duda deben guiar la creación de cualquier obra. A pesar de lo complejo que puede resultar su aplicación, por la enorme diferencia de criterios que existe entre todos los que nos dedicamos a esta maravillosa profesión llamada arquitectura.

Este breve post solo pretende que todas las personas que vivimos en el mundo y somos usuarios de los edificios (grandes, pequeños, bonitos y feos) nos paremos a pensar en la calidad, funcionalidad y belleza de nuestro entorno creado. Porque los profesionales de la construcción (como tantos otros) cobramos unos honorarios por nuestro trabajo. Una ardua tarea que conlleva muchos aspectos, entre los que existe algo muy importante y que yo intento tener muy presente siempre: la responsabilidad.

Por una arquitectura de calidad.