Londres es un crisol de tendencias. De diversidad. Pura efervescencia de ideas. Una ciudad gris en lo climatológico, pero llena de color en riqueza mental. Un escenario salpicado de pinceladas de color rojo intenso: los autobuses de dos plantas, las desfasadas pero alegres cabinas telefónicas, los soldaditos de plomo que desfilan milimétricamente, el logotipo del metro o la propia bandera nacional.
Pero al contrario que sucede en otras grandes ciudades de Europa, aquí no hay reglas. Al menos si se trata de aportar coherencia al conjunto. Porque después de pasar unos días en la capital inglesa, vuelvo con la sensación de que en Londres “todo vale”, siempre y cuando se adorne con el envoltorio adecuado. Al igual que sucede con la luz, que determina que un objeto no es ni blanco ni negro, en la ciudad todo es cuestión de perspectiva: física y temporal. Y así, el edificio walkie –talkie o la torre Shard pueden resultar una ampliación del conjunto “Tower of London”. Por ello, si tuviera que definir esta ciudad con un único adjetivo éste sería: “desbocada”.
Londres es un ejemplo de convivencia entre lo nuevo y lo viejo, sin complejos, aunque a su vez es una ciudad que contribuye (al igual que muchas otras ciudades europeas) a la deshumanización del tejido urbano.
En términos generales debo reconocer que me ha gustado lo que he visto, aunque me esperaba mucho más. Londres posee un tejido urbano que muta constantemente en función de las necesidades o intereses económicos. Una urbe infestada por la fiebre de construir rascacielos. Un proceso reciente que convive con la arquitectura tradicional y permite contrastar las diferentes tendencias arquitectónicas acontecidas a lo largo de la historia reciente.
Todos sabemos que la naturaleza se estratifica horizontalmente. El paso del tiempo nos permite hacer una lectura cronológica de los espacios de vida que acontecieron en cada periodo. Y así, una excavación arqueológica nos permite descubrir cómo fue la vida en cada etapa de la historia. En contraposición, la arquitectura se estratifica verticalmente. Los estratos que conocemos se pliegan 90 grados para ofrecer una visión histórica de la evolución humana. Y en eso, Londres es el mejor ejemplo que conozco.
La rica mezcla de estilos no es mérito de los londinenses, ni siquiera de los británicos, sino que es fruto de la riqueza cultural que convive entre sus calles. Escaparate de modernidad, Londres esconde en la trastienda una personalidad clásica, introvertida, con un fuerte arraigo en las tradiciones (empezando por la pinta de cerveza en cualquier british pub). Lugar de contrastes, como los históricos almacenes Liberty frente a infinidad de actuaciones contemporáneas sin la más mínima reminiscencia del pasado, pasando por el absurdo y desfasado “Harrods”. Un escenario donde la libertad urbanística puede resultar contraproducente: un arma de doble filo con actuaciones no siempre acertadas.
Mi primera sorpresa ha sido el sistema de protección medioambiental que busca reducir la contaminación atmosférica. El área de protección es enorme: 1580 km2, 336 veces superior a Madrid Central (4,7 km2). Sin embargo, en la capital de nuestro país se busca favorecer el uso de medios de transporte más ecológicos. Y si tu coche contamina, no puedes circular por el centro. Sin embargo, el mensaje que se da en Londres es claro: paga y punto. Si tienes dinero, puedes contaminar todo lo que quieras: da igual si te mueves en un tanque soviético.
El corazón de Londres es grande y fuerte. Joven. Late a un ritmo frenético. Zonas como Stratford, Canary Wharf o el Design District (junto a la cúpula del milenio, rebautizada hoy como O2 y reconvertida en espacio multiusos y centro comercial) son solo un ejemplo de la velocidad de crucero con la que navega esta urbe. Existe otro lugar que no puede obviarse a nivel arquitectónico: la City. Un núcleo independiente protegido por esculturas de “dragones alados” y que posee Ayuntamiento, legislación y policía independientes), donde el reducido espacio y los bajos impuestos son el escenario perfecto para atraer a los bancos y desarrollar una desbocada carrera de crecimiento en altura. Una fiebre que por mimetismo se contagia por toda la ciudad, amparada por una legislación que lo permite. Una auténtica locura, que en algunos casos parece derivar en el sinsentido de ocultar el cielo desde algunos puntos de la vía pública.
Londres sigue teniendo una gran asignatura pendiente: la conexión entre las diferentes zonas de la ciudad. Porque a día de hoy, el río Támesis continúa siendo una barrera geográfica de gran magnitud. Aunque lo que más me preocupa es la alienación de las zonas de expansión, sobretodo donde se concentran los grandes rascacielos de oficinas (Isle of dogs, por ejemplo). Espacios que dan la espalda a la naturaleza, y fríos contenedores de vidrio configuran un monótono paisaje que surge desde un zócalo en varios niveles. Concretamente, mediante centros comerciales que se superponen como una inmensa lasaña donde el consumismo ciego es su única función, y que quedan vertebrados por infinitas galerías comerciales. Idéntico panorama que en el centro de Birmingham, una ciudad de la que ya escribí en este blog. Los “Disneyland” para adultos. Proyectos que caminan por un camino erróneo, y que en el futuro serán desmantelados (sobre todo con la revolución tecnológica en la que vivimos, donde las compras online aumentan sin cesar). Entre otras cosas, por la contaminación que conlleva (tanto antes como después) la construcción de estos grandes paraísos del shopping.
A nivel de calle, trajeados seres sortean las frías corrientes que se generan en los espacios intersticiales que dejan los enormes rascacielos. Ejecutivos transformados en cyborgs, alimentados en tenderetes chinos instalados frente a las puertas de los rascacielos o mediante sándwich envasados, patatas fritas en bolsa y cocacola de medio litro. Deambulan poseídos, atravesando lobbies gigantescos y vacíos que dan acceso a sus colmenas laborales frías y repetitivas. Lugares donde no puede verse el cielo (ni desde dentro ni desde fuera de esos edificios).Espacios carentes de vida, no pensados para humanos. Donde la fruta o los alimentos naturales apenas existen y donde los sentimientos se limitan a la cortesía. En definitiva, lugares sin corazón. Afortunadamente, también podemos encontrar ejemplos más respetuosos y llenos de vida, como es la ribera sur del Támesis a su paso por Southwark. Aquí la luz, el aire y la naturaleza alimentan el modelo de ciudad que yo defiendo.
Sin duda, al regresar te quedas con la sensación de haber necesitado más tiempo. De no haber podido vislumbrar el espíritu que guía la ciudad. Un escenario donde se acumulan muchos Londres superpuestos que resultan inabarcables. Para todos los gustos. Un lugar “must”, al que acudir cada pocos años. Y yo llevaba 11 años sin pasear por sus calles…