Madrid es una ciudad de contrastes. Entre quienes sueñan a ras de suelo junto a un lujoso portal de la Gran Vía y quienes habitan áticos inundados de luz natural que acarician las nubes. Unos, anhelan un espacio digno; otros, no desean abandonar nunca su envidiable mundo de riqueza. Un crisol de culturas. Infinitas vidas bajo un mismo cielo.
Este verano 2021 – situado en las postrimerías de la cruel pandemia- me ha servido para observar el comportamiento de las personas en esta nueva etapa de nuestras vidas. Una estancia prolongada en la capital me ha permitido asomarme por las rendijas de su muralla multicultural y descubrir facetas desconocidas del ser humano. Un muro permeable que se ha abierto ante mis ojos, pero que impide mirar a su interior cuando no te detienes el tiempo suficiente.
El centro de Madrid es un hervidero multicolor de atractivos estilos con mucha personalidad. Adalid de la diversidad sexual donde la ropa carece de género. Un escenario compartido en permanente cambio que no se detiene jamás. En sus céntricas plazas confluyen vidas perdidas por la droga, la prostitución o cualquier otro tipo de marginalidad con agentes uniformados que custodian edificios públicos y portan con naturalidad una intimidatoria ametralladora que orientan hacia el pavimento.
A plena luz del día, junto a un estanco de Fuencarral, un joven cierra en un inglés pésimo un acuerdo con tres guiris de color para volver en media hora con la mercancía demandada. Una versión lúdica de una droga que posee otras caras mucho más dramáticas. Seguramente, la que acompaña a esos inevitables inquilinos de cajas de cartón convertidas en habitación con vistas. Muy cerca, algunos teatros se han obligados a incluir en su rótulo el nombre de una empresa de electricidad o de préstamo de dinero. Otra forma de prostitución para mantener la persiana levantada.
Es agosto. El calor a veces llega a ser insoportable. Pero Madrid es mucho Madrid y aquí todo se lleva mejor. Al recorrer sus calles, una mezcla de olores diversos te invade: sutiles aromas de comida especiada se mezclan con elegantes esencias que afloran desde el interior de alguna franquicia de ropa de moda, mientras caros perfumes pasajeros difuminan el fétido olor que fluye a la superficie desde cualquiera de los sumideros que salpican sus sedientas calles.
Caminar en esta ciudad es un enorme placer cuando no se tiene prisa por llegar a ninguna parte. Y me encanta hacerlo alzando la mirada hacia el cielo, ya que a cada paso descubro nuevas figuras mitológicas que coronan los céntricos edificios. Cada una con su historia, que yo desconozco, y con la mía propia, que yo invento. Representaciones humanas que expresan movimiento detenido en el tiempo y escuchan en silencio el devenir de sus habitantes. Una ciudad de bronce que habita junto a los dioses sobre la alfombra de otra urbe llena de contrastes, tolerancia y hospitalidad.
Hacía muchos años que no visitaba el Museo del Prado. Pasear por sus salas es un increíble viaje en el tiempo a través de las escenas allí representadas. Enormes lienzos de horrorosos monarcas, absurdas batallas y didácticas escenas religiosas. Un neófito picasso pone la nota discordante en una trama protagonizada por el realismo pictórico.
Son las 11:00 de la mañana de un caluroso día de agosto. Decenas de jóvenes de color, sudamericanos o magrebíes se refugian del implacable sol bajo los árboles de la rotonda de la Plaza Elíptica. Los minutos pasan; las horas avanzan y sus rostros reflejan una lógica desesperación. Consultan de reojo su móvil, mientras aguardan pacientes a que algún vehículo se detenga cerca y requiera los servicios de un operario para realizar cualquier trabajo en la construcción o en el campo. Sin cotización, sin remordimientos y sin miedo a ser multado. No hablemos de medidas de prevención del coronavirus. Es la seguridad que ofrece la impunidad a esos empresarios sin escrúpulos ante la escandalosa pasividad de la administración. La necesidad es acuciante, sobre todo tras el parón forzoso de la economía provocado por la pandemia. El sueldo es lo de menos. Es lo que tiene la desesperación: cualquier “trabajo” es válido para alimentar a tus hijos, a ti mismo y no abandonar de forma prematura este primer mundo lleno de oportunidades. Sobreviven gracias a bancos a de alimentos o la ayuda de asociaciones benéficas. El mañana no existe. Se trata de subsistir, y todos lo saben. A un lado y al otro.
Al otro lado de la rotonda comienza el humilde barrio de Usera.Y aunque parezca mentira, aquí también tiene cabida la corrupción. En la repisa de una parada de metro, una joven de origen asiático despliega diversas bolsas de fruta. Ante mis ojos, va extrayendo de un carro de tela paquetes de comida que deposita lentamente sobre el murete. Artículos de primera necesidad que nadie revendería por debajo de su precio de coste, sobre todo cuando además los necesita para sí mismo y los ha adquirido con el dinero que ha ganado con mucho esfuerzo. Un negocio absurdo, excepto que la procedencia de la comida sea robada o, más bien, donada a través de un banco de alimentos. Absolutamente inaceptable.
Muy cerca de allí, un joven de baja estatura y piel morena extiende sobre el ardiente asfalto una sábana que va llenando de ropa de segunda mano. Si han sido donadas o recogidas en algún contenedor de otra zona más opulenta de la ciudad, es algo que sólo él sabe. Quizás no sea ético, pero eso es algo que no importa nada cuando se trata de salir adelante, no? Una reflexión muy extendida en muchos ámbitos de nuestra sociedad, aunque en algunos casos sea demencial su planteamiento. Una forma sencilla de acallar nuestra conciencia cuando en nuestro interior oímos voces que no nos interesan. Mientras contemplo todas estas situaciones, no puedo evitar pensar que Madrid es muchas cosas. También la capital de un país impregnado de pequeñas dosis de corrupción. Ya que todo el mundo, en algún momento de su vida y en la medida de sus posibilidades, lo ha sido.
Caminamos de vuelta hacia el centro, atravesando el puente de Puerta de Toledo. Allí observo el edificio revestido con una efímera piel de chapa plegada de acero, para ocultar las heridas de una deflagración provocada por una acumulación de gas natural y que se llevó tres vidas por delante. Recuerdo la noticia perfectamente en el telediario de la sexta.
Este verano también he tenido la oportunidad de conocer otros barrios como Vallecas o Carabanchel alto. En este último, junto a la horrible y premiada “Casa de bambú” del gran Alejandro Zaera Polo, una amable y lúcida octogenaria se detiene y nos desengrana algunos de los secretos del barrio. Una historia grabada a fuego en los surcos de sus arrugas y las cicatrices de sus manos. Sus palabras manan con coherencia y naturalidad, como brota un río desde lo más profundo de la tierra. Unos vívidos ojos que caminan por las líneas que marcaron su vida. A veces es sorprendente la facilidad que tenemos las personas para contar la vida a unos desconocidos. Una información que carece de relevancia para salir en las cadenas de televisión, pero transmite el sentir de una persona poseedora del conocimiento que proporciona la experiencia.
Aunque también nos habla de los años que vivió en la vivienda de protección oficial que le asignaron en Navalcarnero. Allí, los okupas, delincuentes y drogadictos actuaban con impunidad ante la pasividad policial y administrativa. La brutal subida del precio del alquiler tampoco ayudó, un” regalo” envenenado de la honorífica alcaldesa casada con un expresidente del gobierno de España, que decidió vender su edificio (y muchos otros) a un fondo de inversión con mucho aprecio por el dinero pero nula sensibilidad social. Estas difíciles y graves circunstancias la obligaron a trasladarse de ese insoportable infierno que en otro tiempo fue un acogedor hogar.
Decisiones de extrema frivolidad que determinan la vida de miles de personas. Afortunadamente, esta veterana de la vida ahora es feliz en Carabanchel Alto, y se conforma con poder salir a la calle sin miedo para hacer la compra en el súper o visitar a su hermana. Y así, arropados por la confianza de las palabras, nos despedimos con paz y buenos deseos, mientras un jet privado interrumpe el silencio con el ruido de su motor. Lujosas vidas con preocupaciones muy diferentes a las de nuestra confidente sobrevuelan nuestros diminutos cuerpos, aunque tal vez no sean tan distintas esas personas que en breve aterrizarán en el aeropuerto de Cuatro Vientos.
(…)
Es domingo, y el sol brilla con fuerza en una soleada mañana de agosto. En una escalinata de acceso a la Plaza Mayor, mientras yo permanezco sentado por unos instantes para consultar un plano, un octogenario se desploma junto a mí justo antes de superar el último peldaño de su ambiciosa ascensión. Todo sucede en un instante, y mientras yo me levanto súbitamente solo puedo desear que su cabeza no golpee el afilado borde de granito que conforma ese maldito escalón. Afortunadamente, sólo roza el pómulo de su veterano rostro, una herida que poco después se manifestará en toda su magnitud. Sin dudarlo, levanté su frágil cuerpo, que además de la herida en la cara presentaba un incurable dolor en su rebelde espíritu. Tras unos minutos de conversación para tranquilizarle y reencontrarnos con su esposa, un apretón de manos puso punto final a un encuentro fugaz entre dos nobles corazones. Y así, con magulladuras en la piel, golpes en la vida y arañazos en la conciencia dos vidas que no se conocían se separan para siempre. Tacto y cuerpo se alejan en un difuso reflejo del futuro que algún día seremos.
Madrid es así: dura y cruel, pero a la vez hospitalaria y cercana. Una ciudad de contrastes.