Ciudades humanas… ciudades inhumanas…
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Hace años visité esporádicamente a un fisioterapeuta a raíz de dolores en la zona lumbar. Allí oí por primera vez hablar del “umbral del dolor”, que extrapolado a la sociedad en su conjunto parece no tener un límite en la sensibilidad frente al dolor ajeno.
En noviembre de 2019 visité París, una ciudad con un encanto especial y que además está en Francia. Quizás parezca una obviedad, pero para mí no lo es.
El caso es que paseando por una zona peatonal junto al centro comercial Les Halles (muy próximo al visionario e icónico Centro Cultural Pompidou) descubrimos el cuerpo inerte de un joven sobre la heladora “trottoir” (acera). Inmóvil, impasible y congelado. El suelo húmedo debía aterir sus inertes músculos, ayudado por el frío impasible que penetraba en su cuerpo a través de sus pies descalzos. La primera reacción es acercarse para ayudarle, pero poco después descubrimos que junto a él un pequeño recipiente esperaba sediento de compasión. En posición fetal, nadie más que él conocía su verdadera historia. En el interior de ese humano latía un corazón que parecía no tener muchos motivos para seguir haciéndolo. Una imagen que nos conmovió a mi pareja y a mí, pero que parecía no alterar en absoluto las vidas de quienes lo bordeaban.
Ese mismo cuerpo lo volvimos a ver al día siguiente; misma vestimenta y tendido en un lugar muy próximo. Este hecho nos hizo sospechar que la situación era algo habitual para esa persona, y que simplemente formaba parte de una táctica para alcanzar una mayor recaudación económica de los en última instancia piadosos aunque indiferentes transeúntes. Todavía no éramos muy conscientes de lo que verdaderamente sucedía. Pero lo supimos al recorrer en los días sucesivos otras calles cercanas en el barrio de Le Marais y encontrar a otros “sin techo” en la misma postura y con idéntico atrezzo de pies descalzos. Una antítesis de la “Belle Époque”.
He recordado mi experiencia al leer que el célebre fotógrafo del mundo flamenco René Robert. A sus 84 años, falleció el pasado 17 de enero congelado en una gélida acera del invierno de París. Se desplomó por algún motivo que desconozco, pero ningún transeúnte se preocupó por él. Durante 9 eternas horas permaneció allí. ¿Cómo es posible? Lo dejaron morir, sin diferenciarlo de los otros mendigos, ya que la causa de la muerte fue la hipotermia. La humanidad de esos inconscientes cómplices de homicidio se encontraba anestesiada. Una consecuencia del umbral de dolor que otros vagabundos habían ejercido en la retina de esos mismos parisinos o efímeros turistas. A los primeros no los culpo, ya que son personas acorraladas por el sistema a las que no culpo; de hecho fue un sin techo quien dio la voz de alarma. Sin embargo a los segundo sí: esos transeúntes sin corazón que recorren el espacio sin prestar atención a su entorno. Alienados por la hipnotizante pantalla de su onnipresente móvil se han convertido (por una forma inexplicable de instinto de supervivencia) en expertos para esquivar mobiliario urbano. Ahora, y enfatizado por la pandemia, también es esquivar seres humanos.
Sin duda, un hecho imperdonable que debería hacernos cuestionar dónde hemos abandonado nuestra humanidad.
Ya lo he dicho en numerosas ocasiones: las ciudades pueden y deben mejorar mucho, ser muchas cosas. Pero sobre todo, deben ser humanas. Parece una obviedad, pero tampoco lo es. Existen muchas iniciativas que tratan sobre este tema, como el VI Congreso Internacional celebrado en Pamplona en octubre de 2021, que bajo el lema “ La ciudad que queremos” afrontó los retos globales para el futuro de las ciudades. También las propuestas que surgen cada año del Festival Concéntrico de Logroño. O libros como “La ciudad de los cuidados”, en el que la original Izaskun Chinchilla (felicidades por su reciente maternidad) expone sus propuestas para alcanzar el loable objetivo que a todos nosotros debería preocuparnos.
Actualmente las ciudades se han convertido en un Disneylandia para adultos con un único y omnipresente protagonista: el consumismo. Una espiral que nos arrastra a gastar sin pensar demasiado simplemente para permitir que el engranaje de la sociedad continúe girando. Los crecientes espacios destinados al lujo extremo no solo aumentan las diferencias sociales y dificultan el enriquecimiento social y cultural, sino que condenan al ostracismo a una importante parte de la población. Sin embargo, debemos preguntarnos si es sostenible el consumo desaforado en una época “pospandémica” que ha enfatizado brutalmente la existencia de enormes carencias.
La ciudad en la que habitan las personas no es solo espacio: arquitectura, objetos, comercios, experiencias. La ciudad está construida con las personas, que deberían comportarse de forma bondadosa con el prójimo. La habitabilidad y la mejora de la calidad de vida de los individuos que conforman las ciudades pasa necesariamente por la generosidad de apoyar, creer y compartir con el prójimo. La pandemia ha incrementado la desconfianza entre las personas por miedo a los contagios. Pero el espíritu debe ser la colaboración entre iguales dentro de una sociedad plural y abierta.
En muchos países se mata de forma impune por un puñado de dinero. Las mafias, las guerras, las diferencias étnicas, ideológicas, sexuales o religiosas continúan siendo en 2022 un paraguas que alberga todo tipo de absurdas justificaciones para matar. Incluso a periodistas que ejercen legítimamente su trabajo. La identidad nacional de cada territorio puede y debe cimentarse sobre la arquitectura vernácula adaptada a cada época. Pero los ideales globales deben ser comunes. Resucitar la guerra fría o continuar enfrentado un bloque de izquierda contra otro de derecha es una batalla absurda. La sostenibilidad solo tiene un destino: el futuro. Y para lograrlo solo hay una posibilidad: remar juntos.
En otros lugares de nuestro planeta, las personas sufren para poder comer cada o día. Tener un hogar, un trabajo digno y poder vivir en paz en el lugar en el que naciste se convierte una utopía.
En España, la violencia tras la pandemia inunda las calles y las redes sociales. El odio por el diferente emerge de una forma virulenta sin que el conjunto de la sociedad ponga los medios para evitarlo. Y que incluso llega hasta inducir al suicidio, como en el reciente caso de una sonriente pelirroja “chica Almodóvar”. La era de la imagen genera frágiles autoestimas y vigorosas frustraciones. Pensar o ser diferente es realmente enriquecedor, pero sin imponer o denostar al opuesto.
La inhumanidad se ha generalizado en la actualidad y el umbral del dolor escala cada día más puestos en su macabra escala del terror. Muchos dirigentes políticos únicamente muestran sus diferencias a base de recursos en el tribunal supremo, con una inusitada impunidad frente a las críticas del sentido común más básico.
En paralelo, el ciberespacio no puede servir como escenario para luchar por la hegemonía y pretender reconfigurar el orden mundial. La realidad física es insustituible. Las personas somos seres sociales que precisamos del contacto físico. Y eso es algo que jamás cambiará. Por ello no comprendo la fiebre enloquecida por objetos o monedas no tangibles. Tampoco por el metaverso. Prefiero ver (de hecho me encanta) grupos de personas sentados en grupo o parejas de todo tipo salpicando el césped de cualquier parque urbano. Muestra que las personas se apropian del espacio, al margen de cualquier planificación y se sienten como en su propia casa. . Para mí, es el mayor signo de vida en la ciudad.
La vida es lo más importante que tenemos. Por ello debemos valorarla. No me canso de repetirlo. La nuestra y la de los demás. La envidia y el odio de muchos únicamente generan una espiral de maldad de consecuencias imprevisibles.
La arquitectura de las ciudades comienza y termina en las personas. La educación, el respeto y la convivencia con el diferente deben ser los cimientos de una civilización sana y eterna. Las ciudades son espacios para la vida donde todas y todos deben sentirse integrados y respetados. En un mundo global, la sostenibilidad comienza a marcar la agenda. Una ardua labor que implica moderar los hábitos de consumo desaforado, la moda efímera, la movilidad injustificada y el turismo de masas. Hace falta un compromiso real.
La ciudad es y puede ser muchas cosas. No puede caer desvanecida y no interesarnos por ella. Por su futuro. Por su bien. Por el de todos los que formamos parte de alguna de ellas: pequeñas, medianas o conurbaciones inconmensurables. La ciudad debe permanecer viva, no morir congelada. Insensible. Impertérrita. Desoladora. Prestando especial a los más vulnerables: niños y ancianos, en una época marcada por el progresivo aumento de la longevidad.
La ciudad, el mundo, el entorno merecen nuestra atención. El móvil nos roba la vida; caminamos absortos creyéndonos afortunados cuando en realidad estamos perdiendo una valiosísima variable: el tiempo. Insustituible. Un tiempo que nos permite observar el espacio. Sea cual sea su naturaleza. Y en un entorno urbano, la arquitectura contribuye (o al menos debería) a enriquecer nuestro recorrido a través del tiempo. Mirar es estar vivo. Nos ayuda a sentir. Que para algo somos humanos. Y mirar al prójimo (con amor) puede servir para salvarle la vida.
“El planeta no necesita un salvador: es la civilización humana la que necesita nuevas políticas que hagan la vida humana sostenible”, afirma el filósofo alemán Peter Sloterdijk. Y yo añadiría que esas políticas comienzan por cada una de nuestras pequeñas decisiones diarias. Incluso las más baladíes.
En este momento tan incierto de la historia, la ciudad debe ser un espacio en el que acumular historias en cada uno de sus rincones. Alegrías y tristezas; éxitos y fracasos. Pero historias en definitiva. No podemos dejarla morir. Por ello algo debemos cambiar. No fuera, sino dentro de nosotros mismos. Porque ante todo, la ciudad debe ser humana.