Hasta hace bien poco, y desde luego muchos años después de acabar la carrera, nunca me había gustado la palabra “arquitecto”. Me sonaba demasiado seria. Directa. Limitada. Que hablaba de un fin, y no de un proceso que no termina nunca.
En su lugar siempre he preferido la expresión “estudiante de arquitectura”. Me ha resultado más ajustada a la realidad, a un proceso continuo de búsqueda interior, que se alimenta a través de imágenes e ideas almacenadas en la retina y en el subconsciente, y que con cada proyecto afloran al exterior como un manantial mana entre las rocas en primavera. Con fuerza nueva, con ilusión.
Y en lugar de que las dificultades del proyecto, del programa o del emplazamiento supongan limitaciones a la imaginación, conseguir todo lo contrario: de cada “defecto”, sacar una virtud. No sólo con el recurrente tópico de “adaptación al lugar”, sino rescatando en nuestro interior la parte más creativa.
Porque la vida es un continuo proceso de aprendizaje, y en el caso de la arquitectura (tal y como señaló L.I.Kahn), el arquitecto debe tener la capacidad de hallar las “similitudes dispersas” que le conduzcan a obtener el mejor de los resultados.
Es hora de aprender, de mirar, de estudiar. De escuchar. Es hora de hacer arquitectura.