casa 33

el proyecto de toda una vida…

Todo arquitecto que se precie en algún momento de su vida se ha sentido padre. Quizás, en más de una ocasión. Porque algunas obras son tan especiales que llegamos a considerarlas nuestros “hijos”.

Lo que es evidente es que los edificios son habitualmente fruto de un arduo trabajo no siempre reconocido. Creaciones que pasan del papel a la realidad en un proceso kafkiano similar a la metamorfosis de la mariposa. Por muchos motivos. Aunque por fortuna, el resultado casi siempre compensa todo el esfuerzo y tiempo invertido.

Las obras construidas son seres vivos en su sentido más amplio. Sus creadores (arquitecto y el ingente equipo de personas que interviene en su construcción) desaparecen de la escena cuando el “vástago” es autosuficiente y puede comenzar su andadura de forma autónoma. En realidad, no lo hará solo, sino acompañado por todos esos otros seres humanos que darán sentido a su existencia. Porque la arquitectura, sin personas, no sirve para nada.

Como bien definió Koolhaas: “Un edificio tiene dos vidas: la que imagina su creador y la vida que tiene. Y no siempre son iguales.” Desde mi punto de vista, matizaría con extrema humildad que más bien “casi nunca” son iguales.

Recuerdo las primigenias clases de “Acondicionamientos y Servicios” en la Escuela de Arquitectura de Donostia, una asignatura que todos la llamábamos coloquialmente “Instalaciones”. Por primera vez comenzaba a comprender el funcionamiento de los edificios. Una evidencia que hasta ese momento había pasado desapercibida para mí. Ocultas a mis ojos y a mi intelecto descubrí que gracias a conducciones ocultas el agua  salía de los grifos al girar una maneta, o la luz se encendía al pulsar un interruptor. Pura magia.

Tuberías de diferentes materiales, colores y tamaño que recordaban a las arterias, cavidades respiratorias y aparato digestivo de cualquier ser humano. Al igual que ya había vinculado anteriormente la estructura de los edificios con nuestro esqueleto. Como definió recientemente mi admirado Juan José Millás en su apartado dominical “Documentos” de El País: “Los edificios están hecho a nuestra imagen y semejanza. La historia de la arquitectura es la del cuerpo humano”. Continuaba con una acertada analogía entre los edificios y el cuerpo humano. Y lo hacía a raíz del colapso que sufrió el pasado 24 de junio en Surfside, junto a Miami Beach (EEUU).Un edificio que perdió las ganas de vivir  y simplemente se desplomó. Murió así, triste y solo, arrastrando casi un centenar de vidas consigo.

Las imágenes eran simplemente desoladoras. Terroríficas .Inhumanas. Las armaduras que antes daban resistencia a tracción a los forjados de  hormigón quedaron a la vista, cabizbajas, como unos brazos abatidos que se rinden ante la inevitable e inminente desgracia. Muebles de todo tipo, electrodomésticos y coloridas telas quedaron atrapados en esa venenosa telaraña asomada al vacío. Silencio. Muerte. El edificio enmudece y un centenar de voces guardan silencio al unísono eternamente.

Las múltiples e importantes grietas aparecidas en la estructura durante al menos tres años (derivadas al parecer, de las fugas de agua de la piscina del complejo)  fueron incomprensiblemente infravaloradas por los técnicos que visitaron el inmueble y los responsables que debieron actuar con mayor celeridad antes las evidentes patologías constructivas. Síntomas  previos a una muerte anunciada provocada por varios factores que convergen simultáneamente. Suele suceder así. Un error muy grave que pudo salvar la vida de todas esas personas inocentes.

La extinción de la vida de los edificios no debería suponer una tragedia para la comunidad que los engendró. Es como morir matando…a tus padres. La vida útil de las construcciones puede variar en función de la época en que fue construido y la relevancia que tuvo  en su momento. Para bien y para mal, algunas magníficas obras (civiles y religiosas) han llegado hasta nuestros días. Como la embalsamada Acrópolis de Atenas o el Panteón de Roma. Eternos que un rayo de luz y que jamás morirán. O eso queremos creer, al recordar tristemente lo acontecido en abril de 2019 a la catedral de Nôtre-Dame de Paris.

Otros se resisten a morir, a pesar de las numerosas condenas a muerte que acumulan. Como es el caso del famoso hotel “El Algarrobico”, ubicado en “suelo no urbanizable de especial protección del parque natural de Cabo de Gata-Níjar, Almería”. Su muerte es cara (7 millones de euros) y su salvoconducto una licencia de obra que todavía no ha recibido la nulidad municipal.

No muy lejos de allí, nos encontramos otro caso de vandalismo institucional. Porque algunas veces las muertes son violentas; asesinatos que se perpetran con nocturnidad y alevosía, como el reciente caso del derribo del acueducto las Cumbres en Huércal de Almería para construir un complejo residencia. Sin comentarios.

Desgraciadamente, hablar de desarrollo urbanístico implica en algunas ocasiones ocupar espacios ya consolidados. La protección de los edificios catalogados o con un especial valor arquitectónico no siempre es garantía de supervivencia, ya que la osada ignorancia de ciertos dirigentes les faculta para eliminar dicho reconocimiento. Los ejemplos son muchos. Pero me viene a la cabeza uno que especialmente me dolió: el teatro de La Haya, País Bajos de OMA/Rem Koolhaas.

Dentro del ámbito de violencia doméstica contra las edificaciones, no podemos dejar en el olvido el magnicidio internacionalmente conocido: el de las torres gemelas de Nueva York en el año 2001. Los “navajazos” que recibieron fueron heridas mortales de necesidad.

Cortes profundos producidos con un arma punzante (avión en pleno vuelo). Descansen en paz todas las víctimas de aquella brutal masacre

En otras ocasiones la muerte no llega de manos del hombre, sino de la naturaleza. Un ente ubicuo que dominaba nuestro planeta hasta que la transformación del territorio fue reduciendo paulatinamente su presencia. Por ello, no es de extrañar que en ocasiones se rebele. Cansada de su opresión en algunos territorios, se toma la justicia por su mano y aniquila edificios sin ningún tipo de piedad. Matanzas salvajes que muestran su inmenso poder latente. Incendios descontrolados, huracanes imparables, terremotos efímeros, devastadoras inundaciones, sequías extremas por olas de calor extremo, etc son solo algunos métodos que el medio ambiente utiliza en defensa propia. Ante esas situaciones, los edificios se muestran indefensos y el trabajo de muchos años queda convertido en inútiles escombros.

Por otro extremo, encontramos edificios que simplemente son de naturaleza débil. Se mantienen vivos gracias a la respiración asistida. Su esperanza de vida es escasa pero se aferran a este mundo con todas sus fuerzas. Es el caso de la Catedral de Justo en Mejorada del Campo, Madrid, que ocupa  una cama de la UCI a la espera de la extrema unción. Os invito a leer mi post www.casa33.es .

Quiero despedirme con un pequeño consejo. Cuando despertéis cada mañana en vuestro dormitorio, mirad a vuestro alrededor y dad gracias por el milagro que os rodea. La vida de la arquitectura es la de las personas que la habitan y le confieren sentido. Cuida los edificios que te rodean y sobretodo, disfrútalos.